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lunes, 30 de junio de 2014

Dualidades y cualidades de una diva

Las horas contadas de Virginia

Luego del estreno de Las horas, libro llevado al cine que nació a partir del efecto que impulsa la obra y biografía de la singular novelista inglesa, Virginia Woolf, los argumentos que sustentan su esplendor y lucidez literaria se han avivado, cautivando con su reflexiva creación y austera vida a más de uno.


Una escritora, dentro de la época victoriana inglesa, por demás conservadora y pasiva, en un inicio puede promover suma sorpresa. Pero al momento en el que le correspondió germinar y publicar sus primeros libros, Virginia Woolf parece que tuvo todo a su disposición para arremeter decididamente en la literatura.
Descendiente del reconocido novelista británico William M. Thackeray, e hija de un padre culto que se preocupó por formar en sus vástagos el amor por las letras y lo sublime de la cultura, el destino literario de Virginia Sthepen (que luego de casarse adquiriría el apellido Woolf de su esposo) estuvo delineado desde mozuela. Además, tuvo la suerte de vivir próxima a la mayoría de las familias cultas de Inglaterra.
Su educación fue diferente a las mujeres de su generación, privilegiada pero lamentablemente aislada. No fue al colegio debido a su precaria salud, no como otros coligen que en ella se impuso una autoridad machista; pues su familia tenía a la cultura y la ilustración como si fueran líquidos naturales que corrían por sus venas. Mas, junto a su padre, forjó una preparación para la vida bastante codiciada.
Como es evidente, Virginia Woolf creció en medio del saber de su época, en un ambiente propicio para ser escritora. Desde joven formó parte del famoso círculo intelectual, en el que coincidían literatos, poetas y filósofos, denominado: «Bloomsbury group», coronado por el rememorado escritor, su coetáneo, E. M. Forster. Esporádicamente asistieron también a tales reuniones obeliscos intelectuales como Bertrand Russell, T. S. Eliot y Aldous Huxley.
Ella raudamente empezó a publicar sus propios libros —ofreciendo novelas continuadamente—, compartiendo su labor intelectual brindando desinteresado apoyo a intelectuales aún desconocidos, con la editora que creó junto a su esposo. De ánimo generoso nunca negó apoyo a sus homólogos; eso sí, los incentivó a continuar con sus propósitos.
En la búsqueda constante de nuevas técnicas narrativas, Virginia Woolf se exigió como pocos escritores lo hicieron con ellos mismos. Siempre a la vanguardia y en pleno dominio de los nuevos «descubrimientos» técnicos que se empezaban a utilizar, ella aportó considerables aciertos al discurso narrativo. El flujo de conciencia o monólogo interior entraba a la fiesta por la puerta grande. Como despreciaba toda clase de academicismo literario —para ella no existían los preciosismos— de su mano fluyeron, entonces, abundantes novelas experimentales; las que publicó a ritmo regular y acompasado.
Muchos escritores buscan obsesivamente «una gran historia que contar», algo sorprendente que llame la atención del público y los haga notorios y merecedores de reconocimiento... Para Virginia: «El tema propio de la novela no existe; todo constituye el tema propio de la novela», rechazando de plano pequeñas desmembraciones, segmentos más importantes que otros. Afirmando luego que sabía crear toda clase de narraciones, sin embargo, para los argumentos de un solo parámetro, les administraba profunda indiferencia.
Cada vez menos acción presentaban sus obras, donde hasta el más mínimo instante en la vida de sus personajes era de valiosa mención. «La mente percibe miríadas de impresiones triviales, ya fantásticas y efímeras o grabadas con la precisión del acero. Ellas surgen, se repiten, y su acento ya no es el de antaño.» Para ella eran capitales aquellas sutiles experiencias, del normal de la rutina, donde los seres humanos permiten (únicamente en estos momentos) reflejar su verdadera personalidad, sin disimulos ni actuaciones.
«¿No es la tarea del novelista coger el espíritu cambiante, desconocido, ilimitado, con todas sus aberraciones y complejidades y con la menor mezcla posible de los hechos exteriores y ajenos?» Por tal afirmación a sus novelas se le catalogaron de intimistas, que escudriñaban los pequeños resquicios que para muchos pasaban desapercibidos. Donde los personajes no debían ser rígidos, sino evolucionar entre sí, poseyendo siempre incontables matices que los iban amoldando de acuerdo al paso del Tiempo —uno de los grandes hilos conductores de su obra.
Marca de madurez, cuando los personajes opinaban menos, y ella describía más. Los límites convencionales del mundo no son muros infranqueables, torres inevitables, sino todo lo contrario, todo cambia, da vueltas. Tuvo la ambición para crear una forma femenina de narración, a la par de los vanguardistas como Joyce, Kafka y Proust, geniales contemporáneos suyos. No por nada a Virginia Woolf se le considera una de las novelistas más reflexivas de la historia de la literatura, pues como para ella no primaba el movimiento sino la percepción, los acontecimientos estaban en desventaja de los pensamientos. Pensamientos que supo anotar con un cargado lirismo colindante con la poesía.
Una visión personal de la vida: un faro que ilumina las pequeñas cosas, les da importancia, para luego abandonarlas y dejarlas a la mitad. La unidad se establece cuando, desde otra perspectiva, se retoma tal sensación. Bajo esta modalidad se desenvolvían sus historias, en que partiendo de otros personajes, se regresaba al tema aportando otros puntos de vista, los cuales dejaban entrever la personalidad de dicho personaje.
Y no se puede sostener que le haya faltado frescura. El humor inglés, tan fino y a veces difícilmente de percibir, apareció tímidamente, en algunos casos, y en otros sagazmente, asomando en sus textos. La suave ironía se mezclaba con desgarradoras afirmaciones que incitaban a la melancolía y la desesperación. Pues a Virginia Woolf la interesaban extremos opuestos; exigiéndose siempre más de lo normal para escribir libros como pocos habían logrado.
Su obra resulta indispensable, maestra de la literatura inglesa, renovadora original y tenaz, que logró decir más con la detallada descripción de un paisaje y con diálogos sencillos y cotidianos, pero profundos, que con vastas alegorías a acontecimientos y argumentos.
Con una vida retraída, con pocos datos de su existencia, donde cuentan unos pocos viajes por Europa, la mayoría del tiempo se la pasó escribiendo. No tuvo descendencia y hasta el final no hizo más que escribir y escribir, sintiendo cada vez más melancolía y desconcierto por todo lo que pasaba en el mundo.
La depresión que sentía por culpa de la Segunda guerra para muchos provocó su suicidio. En parte tal aseveración es cierta, pero lo que condicionó su mente para tomar esa extrema decisión fue el abandonarse enteramente a su propia conciencia estética (rechazando lo formal), que mantuvo hasta el fin de su vida. Presa de angustia, los motivos no fueron pocos. El desequilibrio mental en el crepúsculo de su vida no tardó en precipitar las cosas.

Marzo, 2003.

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