Las
horas contadas de Virginia
Luego
del estreno de Las horas, libro llevado al cine que nació a partir del efecto
que impulsa la obra y biografía de la singular novelista inglesa, Virginia
Woolf, los argumentos que sustentan su esplendor y lucidez literaria se han
avivado, cautivando con su reflexiva creación y austera vida a más de uno.
Una escritora, dentro de la época
victoriana inglesa, por demás conservadora y pasiva, en un inicio puede
promover suma sorpresa. Pero al momento en el que le correspondió germinar y
publicar sus primeros libros, Virginia Woolf parece que tuvo todo a su
disposición para arremeter decididamente en la literatura.
Descendiente del reconocido novelista
británico William M. Thackeray, e hija de un padre culto que se preocupó por
formar en sus vástagos el amor por las letras y lo sublime de la cultura, el
destino literario de Virginia Sthepen (que luego de casarse adquiriría el
apellido Woolf de su esposo) estuvo delineado desde mozuela. Además, tuvo la
suerte de vivir próxima a la mayoría de las familias cultas de Inglaterra.
Su educación fue diferente a las mujeres
de su generación, privilegiada pero lamentablemente aislada. No fue al colegio
debido a su precaria salud, no como otros coligen que en ella se impuso una
autoridad machista; pues su familia tenía a la cultura y la ilustración como si
fueran líquidos naturales que corrían por sus venas. Mas, junto a su padre,
forjó una preparación para la vida bastante codiciada.
Como es evidente, Virginia Woolf creció
en medio del saber de su época, en un ambiente propicio para ser escritora.
Desde joven formó parte del famoso círculo intelectual, en el que coincidían
literatos, poetas y filósofos, denominado: «Bloomsbury group», coronado por el
rememorado escritor, su coetáneo, E. M. Forster. Esporádicamente asistieron
también a tales reuniones obeliscos intelectuales como Bertrand Russell, T. S.
Eliot y Aldous Huxley.
Ella raudamente empezó a publicar sus
propios libros —ofreciendo novelas continuadamente—, compartiendo su labor
intelectual brindando desinteresado apoyo a intelectuales aún desconocidos, con
la editora que creó junto a su esposo. De ánimo generoso nunca negó apoyo a sus
homólogos; eso sí, los incentivó a continuar con sus propósitos.
En la búsqueda constante de nuevas
técnicas narrativas, Virginia Woolf se exigió como pocos escritores lo hicieron
con ellos mismos. Siempre a la vanguardia y en pleno dominio de los nuevos
«descubrimientos» técnicos que se empezaban a utilizar, ella aportó
considerables aciertos al discurso narrativo. El flujo de conciencia o monólogo
interior entraba a la fiesta por la puerta grande. Como despreciaba toda clase
de academicismo literario —para ella no existían los preciosismos— de su mano
fluyeron, entonces, abundantes novelas experimentales; las que publicó a ritmo
regular y acompasado.
Muchos escritores buscan obsesivamente
«una gran historia que contar», algo sorprendente que llame la atención del
público y los haga notorios y merecedores de reconocimiento... Para Virginia:
«El tema propio de la novela no existe; todo constituye el tema propio de la
novela», rechazando de plano pequeñas desmembraciones, segmentos más
importantes que otros. Afirmando luego que sabía crear toda clase de narraciones,
sin embargo, para los argumentos de un solo parámetro, les administraba
profunda indiferencia.
Cada vez menos acción presentaban sus
obras, donde hasta el más mínimo instante en la vida de sus personajes era de
valiosa mención. «La mente percibe miríadas de impresiones triviales, ya
fantásticas y efímeras o grabadas con la precisión del acero. Ellas surgen, se
repiten, y su acento ya no es el de antaño.» Para ella eran capitales aquellas
sutiles experiencias, del normal de la rutina, donde los seres humanos permiten
(únicamente en estos momentos) reflejar su verdadera personalidad, sin
disimulos ni actuaciones.
«¿No es la tarea del novelista coger el
espíritu cambiante, desconocido, ilimitado, con todas sus aberraciones y
complejidades y con la menor mezcla posible de los hechos exteriores y ajenos?»
Por tal afirmación a sus novelas se le catalogaron de intimistas, que
escudriñaban los pequeños resquicios que para muchos pasaban desapercibidos.
Donde los personajes no debían ser rígidos, sino evolucionar entre sí,
poseyendo siempre incontables matices que los iban amoldando de acuerdo al paso
del Tiempo —uno de los grandes hilos conductores de su obra.
Marca de madurez, cuando los personajes
opinaban menos, y ella describía más. Los límites convencionales del mundo no
son muros infranqueables, torres inevitables, sino todo lo contrario, todo
cambia, da vueltas. Tuvo la ambición para crear una forma femenina de
narración, a la par de los vanguardistas como Joyce, Kafka y Proust, geniales
contemporáneos suyos. No por nada a Virginia Woolf se le considera una de las
novelistas más reflexivas de la historia de la literatura, pues como para ella
no primaba el movimiento sino la percepción, los acontecimientos estaban en
desventaja de los pensamientos. Pensamientos que supo anotar con un cargado
lirismo colindante con la poesía.
Una visión personal de la vida: un faro
que ilumina las pequeñas cosas, les da importancia, para luego abandonarlas y
dejarlas a la mitad. La unidad se establece cuando, desde otra perspectiva, se
retoma tal sensación. Bajo esta modalidad se desenvolvían sus historias, en que
partiendo de otros personajes, se regresaba al tema aportando otros puntos de
vista, los cuales dejaban entrever la personalidad de dicho personaje.
Y no se puede sostener que le haya
faltado frescura. El humor inglés, tan fino y a veces difícilmente de percibir,
apareció tímidamente, en algunos casos, y en otros sagazmente, asomando en sus
textos. La suave ironía se mezclaba con desgarradoras afirmaciones que incitaban
a la melancolía y la desesperación. Pues a Virginia Woolf la interesaban
extremos opuestos; exigiéndose siempre más de lo normal para escribir libros
como pocos habían logrado.
Su obra resulta indispensable, maestra de
la literatura inglesa, renovadora original y tenaz, que logró decir más con la
detallada descripción de un paisaje y con diálogos sencillos y cotidianos, pero
profundos, que con vastas alegorías a acontecimientos y argumentos.
Con una vida retraída, con pocos datos de
su existencia, donde cuentan unos pocos viajes por Europa, la mayoría del
tiempo se la pasó escribiendo. No tuvo descendencia y hasta el final no hizo
más que escribir y escribir, sintiendo cada vez más melancolía y desconcierto
por todo lo que pasaba en el mundo.
La depresión que sentía por culpa de la Segunda guerra para muchos
provocó su suicidio. En parte tal aseveración es cierta, pero lo que condicionó
su mente para tomar esa extrema decisión fue el abandonarse enteramente a su
propia conciencia estética (rechazando lo formal), que mantuvo hasta el fin de
su vida. Presa de angustia, los motivos no fueron pocos. El desequilibrio
mental en el crepúsculo de su vida no tardó en precipitar las cosas.
Marzo, 2003.
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