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lunes, 9 de junio de 2014

Literaturas de una conquista

Contienda de dos civilizaciones

Producidos y acreditados por la fama de sus progenitores, Francisca Pizarro y Álvaro Vargas Llosa, juntos, en una sociedad que sobrepasa fronteras y desplaza al tiempo. La historia biografiada de la hija del conquistador del Perú, el extremeño Francisco Pizarro, reconstruida y relatada por el no menos reconocido y controvertido periodista y escritor peruano.


Luego haber corrido la mala suerte de ser proscrito de su país, Álvaro Vargas Llosa, dedicó su tiempo a finiquitar la obra que hace unos años antes no lo dejaba descansar tranquilo. Por sus actitudes poco amistosas con el gobierno de turno en su país, incluso desde antes que éste se cristalice, según él, se montó una especie de «cacería de brujas» contra su persona a fin de acallar su influjo político y su severa actitud crítica.
Al ser declarado reo contumaz por el gobierno, no le quedó otra salida que huir de su tierra (en la que tampoco discurrió mucho tiempo de su existencia), para comenzar a redactar la historia que le inquietaba intelectualmente y le despertaba hondo interés. Se fue a la capital de la Madre Patria, para poner las manos a la obra, previamente realizando un concienzudo estudio de los acontecimientos que de la obra trata.
Álvaro sabía que permanecer en la clandestinidad traía sus beneficios, pues bajo esta condición se podía dedicar uno a sus estudios de lleno. Luego de los polémicos momentos y de los deslices públicos que varias veces cometiera, este hombre más notorio que introvertido, se dedicó de lleno a trabajar en el proceso creativo de la escritura.

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Por aquella época las costumbres aún se hallaban en la más completa divergencia de circunstancias. Las nuevas situaciones no podían dejar de asombrar a quien sea que se detenga por un instante y reflexione sobre los sucesos que se estaban dando, de aquel choque de civilizaciones tan dispares, extrañas y extremadamente apartadas.
Los castellanos paso a paso ya se habían establecido en el nuevo continente, que de nuevo tenía la inocencia, venidos de la vieja Europa, que de vieja adolecía de despilfarro y avaricia. Soliviantados por el rey que reafirmaba su ambición diciendo que: «En su imperio no se ponía el sol», jactándose de la imponente extensión de sus dominios, los españoles invadían prestamente las vírgenes tierras del continente recientemente encontrado.
Dichosos, y por la falta de mujeres de su idiosincrasia, se regodeaban con todas las doncellas indígenas que a su alrededor generosamente disponían. Además, era parte del juego diplomático de los nobles, usar a las cortesanas (en infinidad de casos las mismas hermanas) para estrechar lazos de parentesco con aquellos guerreros opuestos, con los que convenía adherirse. Por tanto, las mujeres quedaban más sometidas a los hispanos que a sus propios hombres, los aborígenes.
Así fue como Inés Huaylas, antes llamada Quispe Sisa dentro del mundo andino, la hermana de Atahualpa, el potentado heredero para la gente del norte al trono del Tahuantinsuyu, fue ofrecida por éste mismo al recién llegado y misterioso señor de barba rala y cabellos brillantes, llamado Francisco Pizarro. La movida sólo formaba parte de las tácticas políticas, que al final no fructificaron; pero la transacción igual fue llevada a cabo.
Entonces de esta unión, unión que significaba la mezcla más categórica e insigne de dos culturas, nació como hija primogénita, Francisca Pizarro Yupanqui. Corría el año 1534. Su madre apenas fuera de la adolescencia; su padre, a punto de quemar los últimos años. Ella, princesa Inca, último vestigio de su noble, inimitable e inteligente casta, la que se manifestaba en cuantiosos casos, como la facilidad para aprender ajedrez en pocos días de su prisionero tío Atahualpa, o la celeridad para hablar el idioma castellano en menos de dos semanas. Él, Pizarro, aunque hombre inculto, le enaltece la vergüenza por no ser instruido, aparte de su valentía y su desarrollada inteligencia para la guerra, que le eran innatas.
Y es así como la mestiza niña, símbolo de una fusión intercontinental, crece dentro de dos mundos, con la dificultad para poder diferenciar entre su real origen, al medio de dos corrientes encontradas. Educada al inicio por su propia madre, al ser asesinado Pizarro, huye como todos sus hermanos, primero a Tumbes, luego a Quito, hasta ser desterrada a España a la corta edad de 17 años.
Sin la identidad definida, Francisca, en el viejo mundo, busca y probablemente encuentra una nueva forma de vivir, a expensas de su inmensa fortuna heredada por ambos padres. Se casa con el hermano de su padre, el también conquistador Hernando Pizarro, al que le da 4 hijos. Empieza a gozar del lujo, y una vez viuda, contrae nupcias nuevamente con un muchacho menor.
Es probable que para no sentirse muy madura frente a su esposo, hizo uso exagerado de joyas y ropas costosas que en apariencia le disminuyan la edad. Y así, pasó su vida, sin mayores datos que puedan dar luces sobre sí, no dejó cartas ni documentos importantes para reconstruir su vida. Murió en 1498, a los 65 años. No obstante, ¿habrá podido desligarse completamente de su sangre nativa? ¿Olvidarse de las usanzas de sus antiguos? ¿A los emigrantes no les queda eternamente un halo de nostalgia por el terruño abandonado de pequeños?
Francisca Pizarro fue el ejemplo vivo de todo un proceso de mestizaje en todo un continente. Con ella se puede comprender todos los intrincados sentires que padeció, tanto como gustó, la civilización naciente que luego formó parte cardinal de todo un sector del hemisferio.

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El escritor supo después que ya poseía una historia entre las manos, con todos los requisitos de rigor, coherencia, temporalidad, interés, y demás, para poder edificar un libro.
En su investigación no gozó de los tomos suficientes como para hacer simplemente un trabajo de valoración, luego exposición y argumentación, sino que inexistentes eran las páginas que hablen de la personalidad y ánimo que acompañó a Francisca a lo largo y ancho de su vida.
Plantea entonces dar rienda suelta a su imaginación, a su fantasía, para reconstruir, los sentimientos que debió experimentar ella. Ya delinea el título: «La mestiza de Pizarro»; y le agencia un subtítulo: «Una princesa entre dos mundos». Aunque sabe que no es costumbre suya abandonarse a la deriva en los sinuosos valles de la imaginación, en el intento no tuvo que sortear demasiadas adversidades. Dedujo que no es necesario tanto el talento que se le idolatra por todos lados, sino, simplemente lanzarse al ruedo, sin dubitaciones.
Sin embargo, el aura de su padre lo perseguirá por todos lados. Superarlo sabe que no va a poder en el transcurso de sólo una vida. Está seguro que dominio de palabra tiene, casi igual que de lenguaje, pero mucho más cuando los pronuncia, antes que cuando los plasma en el papel. Aún así, el empeño ya estaba consumado.

Febrero, 2003.


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