La culminación del genio
Uno de los más grandes emblemas del
renacimiento
italiano, Leonardo da Vinci —guía de
turgentes artistas y
preceptor de la renovación cultural— es
hoy y siempre, el
encumbrado protagonista que cultivó un
conciente dominio
de la sabiduría hasta la consumación de
sus días.
Un humanista que redobló el concepto del visionario. El latir del siglo,
clave del resurgimiento de la humanidad hacia la amplificación del arte, estuvo
enmarcado dentro del semblante de Leonardo da Vinci, hombre genial de profundas
y contradictorias labores. Bendecido con los dones ideales para el
posicionamiento del renacimiento, su accidentada trayectoria, caracterizada por
los constantes cambios de inspiración, formó de él un hombre inigualable y
fascinante, con la categoría de los seres más encumbrados que jamás existieron en
este planeta.
Pintor, escultor, arquitecto, teórico del arte, naturalista, científico e
inventor italiano; —además de influir como matemático, botánico, escritor y
músico—: todo un concierto de visiones. Queda clara su increíble capacidad para
desarrollar el talento que llevaba dentro en casi todas las disciplinas artísticas
de la historia. ¡Qué magnitud de dedicación, incluso para terminar haciendo
todo, con producciones y demás! Leonardo da Vinci es la culminación de todos
los quehaceres, no hay alguien más versátil que él; una completa totalización de
conocimiento, unido a una personalidad sólida, de trato gentil y humilde: la
historia perpetuamente le deberá sus lienzos, pautas y designios, y en general,
todas las proyecciones que delinearon el curso del arte y la ciencia.
Tácitamente se suele reprochar su indecisión a la hora de definirse en
algún campo de la creación. De pocos cuadros —pero trascendentes—, sumamente
interesado en los progresos de la ciencia —el deseo inmarcesible por volar—
hicieron de él alguien que (parece ironía) dijera: «He malgastado mi tiempo».
La historia se engolosina con las producciones. Así, por haber pintado un poco
más que diseñado se estudia su vida desde la óptica de la pintura, olvidando o
apenas mencionando su torrente científica, precursor de la hidrodinámica y la ciencia
moderna. El arte y la ciencia, para su juicio, indisolubles. Frecuentemente se
presentaba como científico o arquitecto; su aptitud científica era una de sus
favoritas, acaso a la que más tiempo dedicó.
Pero reconocía en la pintura la supremacía sobre todas las demás artes,
sobre cualquier expresión humana, era el acto creador por excelencia, como la
actividad que requiere todos los conocimientos y casi todas las técnicas. Para
él: «el pintor introduce sus conocimientos científicos en su obra». Es así que
crea el esfumado (sfumato), técnica pictórica en conversación metafórica con su vida:
sin límites definidos (muros) poco a poco se ve trastocando (difuminando) en
creador completo y no dividido. Los matices enriquecen la pintura de su vida,
que está extendida en los páramos de la cultura humana, de donde siempre salió
vencedor por más de ser un solitario que dependía de sí mismo...
Retocaba sin cesar, era un impetuoso de la perfección, de ahí muchas
pinturas inconclusas. ¡Cuanta ansia de exquisitez! Por eso, de lo bueno, poco,
muy poco. No acababa una obra, seguramente porque advertía que había agotado
las posibilidades de revolución en su invención. Por esos motivos en pintura no
fue superior a Miguel Ángel, el atormentado contemporáneo suyo. Sin embargo, el
otro genio de su tiempo, Rafael, continuó algunas de sus técnicas empleadas y
le destinó su más sincera devoción.
Así, como paradigma del hombre del renacimiento, experimentó una vida llena
de serenidad, con infinito desasosiego interior. Sólo a Leonardo le calzan
tales opuestos. Como lo describen: «En un estado de ánimo carente de pasiones
pero palpitante de emoción». Adoptando una imposibilidad de la imaginación en
estos tiempos: ser soñador a la par de lúcido.
La contradicción se remarcó día a día en su fuero interno: sabía crear
armas, como los genios ingenuos, cuando detestaba las guerras. Cuidaba los
enfermos, cuando después de muertos, aprovechaba sus restos para practicar
inquietantes autopsias. Y por otro lado, más amable y profundo, como todo espíritu
despierto, no sólo gustó de la música, sino que la profesó. Corazón universal
que afirmó: «La pasión intelectual hace desvanecer la sensualidad»; y por otro
lado no se privó de satisfacer sus placeres con la ambrosía de su especial
preferencia...
Enigmático, su obra está escrita en intrincadas claves, dispuestas para
unos pocos que descubrirán unos siglos después algo de sus depurados mensajes,
tan alejados de oropeles y efectismos. Toda obra perfecta esconde los propios
errores del genio, sus misterios que después son descubiertos, aún no entendidos,
recalcan un plan de continuidad más allá de lo temporal. En lugar de dirigirse
irremisiblemente a generaciones posteriores —pues previó que el creador viste
túnicas póstumas—escogió aumentar el margen de error perenne que la humanidad
ejerce, hasta dedicar su existencia a lejanas posteridades. Murió lleno de
días, exactamente uno como hoy.
Dos de mayo, 2003.