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jueves, 9 de julio de 2020

Inventor de la creación (Leonardo Da Vinci)


La culminación del genio

Uno de los más grandes emblemas del renacimiento
italiano, Leonardo da Vinci —guía de turgentes artistas y
preceptor de la renovación cultural— es hoy y siempre, el
encumbrado protagonista que cultivó un conciente dominio
de la sabiduría hasta la consumación de sus días.

Un humanista que redobló el concepto del visionario. El latir del siglo, clave del resurgimiento de la humanidad hacia la amplificación del arte, estuvo enmarcado dentro del semblante de Leonardo da Vinci, hombre genial de profundas y contradictorias labores. Bendecido con los dones ideales para el posicionamiento del renacimiento, su accidentada trayectoria, caracterizada por los constantes cambios de inspiración, formó de él un hombre inigualable y fascinante, con la categoría de los seres más encumbrados que jamás existieron en este planeta.
Pintor, escultor, arquitecto, teórico del arte, naturalista, científico e inventor italiano; —además de influir como matemático, botánico, escritor y músico—: todo un concierto de visiones. Queda clara su increíble capacidad para desarrollar el talento que llevaba dentro en casi todas las disciplinas artísticas de la historia. ¡Qué magnitud de dedicación, incluso para terminar haciendo todo, con producciones y demás! Leonardo da Vinci es la culminación de todos los quehaceres, no hay alguien más versátil que él; una completa totalización de conocimiento, unido a una personalidad sólida, de trato gentil y humilde: la historia perpetuamente le deberá sus lienzos, pautas y designios, y en general, todas las proyecciones que delinearon el curso del arte y la ciencia.
Tácitamente se suele reprochar su indecisión a la hora de definirse en algún campo de la creación. De pocos cuadros —pero trascendentes—, sumamente interesado en los progresos de la ciencia —el deseo inmarcesible por volar— hicieron de él alguien que (parece ironía) dijera: «He malgastado mi tiempo». La historia se engolosina con las producciones. Así, por haber pintado un poco más que diseñado se estudia su vida desde la óptica de la pintura, olvidando o apenas mencionando su torrente científica, precursor de la hidrodinámica y la ciencia moderna. El arte y la ciencia, para su juicio, indisolubles. Frecuentemente se presentaba como científico o arquitecto; su aptitud científica era una de sus favoritas, acaso a la que más tiempo dedicó.
Pero reconocía en la pintura la supremacía sobre todas las demás artes, sobre cualquier expresión humana, era el acto creador por excelencia, como la actividad que requiere todos los conocimientos y casi todas las técnicas. Para él: «el pintor introduce sus conocimientos científicos en su obra». Es así que crea el esfumado (sfumato), técnica pictórica en conversación metafórica con su vida: sin límites definidos (muros) poco a poco se ve trastocando (difuminando) en creador completo y no dividido. Los matices enriquecen la pintura de su vida, que está extendida en los páramos de la cultura humana, de donde siempre salió vencedor por más de ser un solitario que dependía de sí mismo...
Retocaba sin cesar, era un impetuoso de la perfección, de ahí muchas pinturas inconclusas. ¡Cuanta ansia de exquisitez! Por eso, de lo bueno, poco, muy poco. No acababa una obra, seguramente porque advertía que había agotado las posibilidades de revolución en su invención. Por esos motivos en pintura no fue superior a Miguel Ángel, el atormentado contemporáneo suyo. Sin embargo, el otro genio de su tiempo, Rafael, continuó algunas de sus técnicas empleadas y le destinó su más sincera devoción.
Así, como paradigma del hombre del renacimiento, experimentó una vida llena de serenidad, con infinito desasosiego interior. Sólo a Leonardo le calzan tales opuestos. Como lo describen: «En un estado de ánimo carente de pasiones pero palpitante de emoción». Adoptando una imposibilidad de la imaginación en estos tiempos: ser soñador a la par de lúcido.
La contradicción se remarcó día a día en su fuero interno: sabía crear armas, como los genios ingenuos, cuando detestaba las guerras. Cuidaba los enfermos, cuando después de muertos, aprovechaba sus restos para practicar inquietantes autopsias. Y por otro lado, más amable y profundo, como todo espíritu despierto, no sólo gustó de la música, sino que la profesó. Corazón universal que afirmó: «La pasión intelectual hace desvanecer la sensualidad»; y por otro lado no se privó de satisfacer sus placeres con la ambrosía de su especial preferencia...
Enigmático, su obra está escrita en intrincadas claves, dispuestas para unos pocos que descubrirán unos siglos después algo de sus depurados mensajes, tan alejados de oropeles y efectismos. Toda obra perfecta esconde los propios errores del genio, sus misterios que después son descubiertos, aún no entendidos, recalcan un plan de continuidad más allá de lo temporal. En lugar de dirigirse irremisiblemente a generaciones posteriores —pues previó que el creador viste túnicas póstumas—escogió aumentar el margen de error perenne que la humanidad ejerce, hasta dedicar su existencia a lejanas posteridades. Murió lleno de días, exactamente uno como hoy.

Dos de mayo, 2003.