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viernes, 28 de octubre de 2011

2. La vida sobre una silla

Para conseguir un dato refrescan trámite las secretarias de las instituciones, las más de las veces. Máxime cuando se trata de una cuestión inofensiva, que no afectará la imagen del centro en el que laboran. Sólo es necesario apersonarse con una sonrisa y averiguar por lo menos el nombre del personaje que aún, para el caso, no tengo idea de quién se trata. El par de datos otorgados por la redacción consistió en que estudiaba ingeniería de sistemas e iba a clases en silla de ruedas. Con estas características, un estudiante, así no quiera, sobresale del resto. Pero, ¿por qué la silla de ruedas? ¿Cuál sería la magnitud del problema de salud que hizo que este estudiante, reconocible a leguas, la tuviera que usar? Una de las secretarias me dijo sus nombres, Santiago Hermosilla; ahora tenía que buscarlo por los pasillos, por las clases, ver el aparato que lo trasportaba era más fácil. Paseé por todos los rincones del pabellón de sistemas, pregunté, todos los alumnos con los que hablé lo habían visto, pero no llevaban cursos con él. Tuve que volver más tarde.
Pasado el medio día, en plena hora de almuerzo, no sé por qué, se me ocurrió hacer un nuevo intento. Exactamente en ese instante, a unos diez metros de las escaleras de su pabellón, vi a Santiago separarse de su silla de ruedas, con ayuda de su madre, y subir cargado por ella —como si fuera todavía una criatura— hasta el tercer piso. Era bien pequeño, el pecho parecía que se le salía, brotaba como una lanza a la altura del esternón; las manos demostraban un desarrollo desmesurado con relación a su cuerpo; las piernas se adivinaban enclenques, incapaces de sostenerlo. Yo prudentemente seguí su camino hasta el último rellano de las gradas, antes del tercer piso. Su mamá lo dejó sentado entre uno y otro escalón mientras volvía por la silla de ruedas. Fue cuando me acerqué y le repetí sus nombres. Era obvio que tenía que ser él, no podía haber otro. Su primera impresión no fue muy amable, más que desconfianza me parecía que emergía de su semblante cierto disgusto por tener que ser el centro de atención de un trabajo periodístico. Reacción que a mi entender lo ennoblecía, e hizo que desde ese momento gozara de mi franca estimación. Frente a mi pedido de hacerle una semblanza para una Galería del semanario El Búho, si bien parecía no entusiasmarle mucho la idea, de algún modo se sentía predestinado a conceder, como si no tuviera otra salida e inexorablemente así debía ser. Su rostro mestizo reflejaba un endurecimiento en los ojos atávico, un sinsabor que no sólo venía de la enfermedad congénita con la que había llegado al mundo (se trataba de osteogénesis imperfecta, falta de desarrollo en los huesos), sino cierta bronca por tener que habitar ese cuerpo tan minúsculo y en clara desproporción frente al ego que, me di cuenta, llevaba dentro. Algo así debió desvelar a Napoleón en sus años adolescentes.

Antes de ir a verlo, había reflexionado casi a la volada sobre la condición de ser un estudiante con limitaciones físicas, el hecho de andar en silla de ruedas y todas las posibles implicancias que ésta traía en contra, para el normal desenvolvimiento del estudio de una profesión. Me hice una lista al canto de una hoja bond, que no consistía en una retahíla de preguntas, sino nada más que mondas y lirondas palabras, las cuales a mi entender encerraban un tema cardinal para ventilar en la conversación. Ya cuando estuve sentado junto a Santiago, en una grada de la escalera de su facultad, casi todas las preguntas que le hice provenían de mi listado. Considerable favor, muy útil, en especial cuando uno se ha desvinculado, en algo, con el oficio de hacer entrevistas, de practicar la extracción de respuestas contundentes y valiosas de los interlocutores, de mantenerse atento a cada sílaba proferida y estar al tres para eludir el momento cuando estamos siendo mecidos, despistados con rodeos o simplemente desatendiendo la repregunta más puntiaguda y preponderante. Recuerdo con suma nitidez las primeras palabras que me dijera, a inicios de la primavera de aquel palpitante 2003, Desiderio Blanco, en la entrevista más nutritiva que jamás hice: «Qué quieres saber». Dijo esto el renombrado semiólogo con la mayor sencillez y naturalidad, ningún asomo de presunción, él quería compartir su erudición como los maestros del más castizo linaje. A cada pregunta que le hice en el improvisado lugar en el que nos ubicamos —la sala, por poco tiempo aún vacía, de audiovisuales de la universidad san Agustín, contigua al Paraninfo de ésta, donde en poco tiempo iba a brindar una conferencia—, respondía con una maestría y entusiasmo que iban en aumento mientras más nos adentrábamos en los laberínticos y excitantes nidos de la significación y los contenidos. Español de nacimiento, vivía en Perú cerca de medio siglo, habiendo formado a los críticos de cine hoy más respetados, como Isaac León Frías, José Carlos Huayhuaca, o el más activo y minucioso de todos ellos, Ricardo Bedoya. Si bien nuestra conversación no versó mucho sobre la valiosa y memorable revista Hablemos de cine, este efímero contacto que tuve con él, de algún modo estimuló la vena cinematográfica que creo que todos los que se iniciaron en periodismo alguna vez tuvieron, y que tal vez en mí aún se mantiene medio adormecida —un sencillo y casero cortometraje solamente, siempre a medio hacer—, pero que no desfallece, tal vez, entre tantas razones, más allá de la tozudez, por el aliento que recibo cada vez que me encuentro con el cinéfilo y partidario de la manufacturación de cortometrajes Miguel Ángel Guevara, de quien años antes llegué a redactar una Galería, pues en un momento de urgencia, debido a que faltaba una Galería y el plazo de edición casi se había vencido, me ofrecí a conseguirla sobre la marcha, paseando por el centro a oscuras y con poca gente transitando por las calles, de casualidad me topé con él cerca de una librería, ¿y por qué no?, me dije, preocupándome más por tomarle una fotografía apropiada, pues el resto era para mí historia conocida, además, dentro de la operatividad y el encuadre de una cámara fotográfica con el de una filmadora, las diferencias no eran tan diversas, y mientras conversábamos más de cine que de su propia vida, conveníamos como siempre realizar cortometrajes que jamás verían la luz, yo igual aprovechaba para ensayar, como si estuviera creando un poco de ficción, en medio de tanto libro que siempre da un toque intelectual al que posa rodeado de ellos… pero es el tiempo el que a ciencia cierta determinará por qué camino deambulará esta decente inclinación: arenas movedizas, o, por lo menos, la ribera reservada de algún riachuelo, que va a dar al mar.

Santiago respondió a todas mis preguntas de la forma más escueta posible. No desarrollaba ninguna respuesta, se limitaba casi a monosílabos. O, lo que es peor, a vaguedades: decir algo habiendo dicho nada. Los entrevistadores de política deben ya haberse acostumbrado a este penoso mal, llenarse de espuma cuando la sed arrecia. Sin embargo yo entendía a Santiago, alguien que desde niño había estado sumergido sólo en los números, no era descabellado pensar que, en la presencia de un desconocido, era alguien que se acorazaría en el silencio, difícil es que se sienta un Pericles frente al pleno de un intemperante foro romano. Las palabras son un asunto de sociales, sobre todo las palabras que van de la mano con la entonación y las ganas de subyugar al auditorio —de decir aquí estoy yo, que hablo con acerada fluidez, aunque lleno de muletillas y peores desgracias verbales, de las que casi no entiendo—, pero muy poco tienen que ver con las palabras oportunas en pos de contenidos profundos y realmente vitales. Mientras tanto la mirada de desconfianza seguía clavada en el rostro de Santiago. Anotaba sus respuestas sobre el mismo papel blanco, en el que, al canto, reposaban las palabras mágicas de mi listado. Terminada la entrevista, luego de un tiempo prudencial, y después de haber calculado según la medida estándar la extensión de la nota que iba a ser publicada —jamás me gustó escribir de más, para luego ser recortado, sino precisamente lo suficiente—, fue hora de tomar las fotos. Utilicé la profundidad del pasillo del tercer piso, el muro de las aulas recreaba, a no dudarlo, la imagen de la universidad agustina: muros de ladrillo en caravista, con el barniz algo desteñido, y puertas a medio abrir con salones, de seguro, concurridos por pocos alumnos, indefectiblemente mucho menos que el total de los matriculados. Le tomé casi una decena de fotografías, tiempo que no hacía estos menesteres, sentía que por el largo período pasado, tal vez había perdido el poco oficio que antes aprendí. En unas tomas privilegié la silla de ruedas, se le veía a ésta cobijando a un joven, con la apariencia de infante. Antes de terminar la pequeña sesión, decidí privilegiar al ser humano, que se viera a un muchacho, sentado en algo así que da la impresión de ser una silla de ruedas. Al final, esa fue la foto con la que se publicó la Galería. Di en el blanco, mis intuiciones no habían perdido del todo el olfato periodístico, en este caso, para ilustrar un trabajo de corte social, mejor dicho, humano. Mientras hacíamos las fotos no fuimos interrumpidos, a esa hora ningún estudiante se asomaba por los pasillos. Para entonces, ya era hora de la clase a la que, en ese momento, asistía Santiago; toda la entrevista transcurrió mientras esperaba al catedrático. Después de haberme ido, no sin antes repreguntarle sobre el ilustre personaje que mencionó a lo largo de la entrevista, con el cual se identificaba en algo, Stephen Hawking, no dejé de sentir la impresión de que sus clases garantizaban un aire de irrealidad, cualquiera diría que nunca iban a comenzar...

Luego de mis labores cotidianas, el fin de semana, otra vez al semanario, en esta ocasión, de día, hecho bastante poco usual en mí, acostumbrado antes a llevar mis archivos ya cuando la reja del edificio de oficinas y talleres de artistas, donde funciona El Búho, había sido cerrada por el portero, en vista de lo avanzada que diariamente se ponía la noche justo cuando yo acababa con mi trabajo y me daba la hora de entregarlo. Tenía que tocar la reja, zarandear el candado o gritar la palabra clave «Búho» para que alguien de la oficina tenga que interrumpir su trabajo y bajar las gradas para abrir la puerta cancel, entrelazada con una cadena de eslabones confiables y a no dudarlo bulliciosos. El asunto era que comenzaba a redactar de noche, puesto que para el día destinaba los estudios universitarios; o, quizá, padecía entonces el cliché de escribir de noche, porque pensaba que era el único intervalo en que eso que llaman inspiración podía asistirme. En una de las tantas visitas realmente nocturnas que hice, ya cuando soslayé los habituales inconvenientes para ingresar y, dentro de la oficina, Mabel sonriendo me dijo que al parecer yo le rendía verdadero honor al nombre del semanario, por lo nocherniego de mi polémico y prácticamente estandarizado desenvolvimiento. De los dispersos comentarios que recibí en mi vida, éste fue uno de los que más se ajustó a la realidad que entonces para mí era asunto de todos los días. Ahora, por las prácticas, arribo con la entrevista de Santiago Hermosilla bajo todo el iridiscente sol de Arequipa, con cierto desgano, que podría catalogarse de ilimitado, propio del que ya no registra ningún entusiasmo por publicar o consignar su nombre en un medio de circulación masiva, pero se ve obligado a hacerlo. La nota no sería impresa sino hasta una semana después de haber sido presentada, debido a que una fecha importante para el medio se encaramaba sobre nuestros hombros y nos hacia cambiar lo que, con antelación, habíamos planificado.

jueves, 28 de julio de 2011

El enigma de Vicente Hidalgo

El enigma de Vicente Hidalgo

 Figura en Arequipa como escritor extraviado. De vez en cuando su firma estampa varios artículos y escritos sobre cualquier tema que por el estilo de crítica y uso de la razón escrita viajan con destino a la sorpresa. Directos para la delectación de la calidad literaria. Arteros en la ironía punzante. Y sobre todo con una visión alterna de la realidad desapercibida. Originales. Sólo para los admiradores de la belleza y las innovadoras estructuras.


 A lo largo de las literaturas que poblaron el planeta siempre hubo extraños casos de obras que fueron escritas por personas o inexistentes o anónimas. En rigor de la singularidad, calidad o más bien rareza (adjetivo honorable en un mar de continuidad y conformismo), estos trabajos vieron la luz sin ser directamente reconocidos por sus creadores. Aunque estos no se sentían avergonzados de los resultados que extraían, no los consideraban merecedores de su firma. No compaginaban con lo que tradicionalmente se les esperaba. Y en vista de estas obras ajenas a su pluma, excluían su nombre o se desperdigaban en otros nuevos. El tono renovador —creían— a lo mejor no les pertenecía.

Muchos son los casos de las transmutaciones de los nombres: Desde los que adrede no consignan su rúbrica por motivos explícitos —no incluyendo el paso del tiempo que borra los sellos de la historia— en donde sus obras terminan siendo anónimas, (acontecimientos frecuentes). A las menciones obligatorias por su trascendencia como Eric Blair, que utilizó como seudónimo: George Orwell; o Neftalí Reyes encubierto en Pablo Neruda; o inclusive Hermann Hesse en Emil Sinclair.

En otros aspectos llega a ser irrenunciable, como lo que le pasó a Aurore Dupin, que se tuvo que ocultar por el machismo intelectual bajo el título de George Sand, que luego tuvo que sostener a lo largo de toda su vida, tal vez por preferencia personal. Y hay momentos en que el juego se desborda, y llega al clímax, como en Fernando Pessoa; el poeta más caracterizado por la búsqueda de heterónimos para matizar su pluralidad de estilos; para no caer en explicaciones redundantes y palabras ociosas. O llegar hasta esa posibilidad de la cual se viene hablando, que la obra de Shakespeare la escribió Bacon (aunque esto más bien parezca novela semi-literaria y neocomercial).

Pero basta de digresiones y datos literarios, no hay mejor ejemplo en la utilización de nombres ajenos que Bustos Domecq, el personaje inventado por Borges y Bioy Casares para abarcar las extrañas mezclas que sólo podían producir dos mentes de ese nivel. Ejemplo perfecto porque calza con la comparación que hoy se quiere hacer. Y lo que ahora interesa es que en nuestro pequeño mundo hubo una historia de estas, la cual aún se viene repitiendo y es la llave de este escrito. Vicente Hidalgo: hoy se resuelven todos tus misterios.



¿QUIÉN FUE VICENTE HIDALGO?

Ni siquiera se llamaba Vicente, sino Eduardo. Y fue un Hombre: mucho más que un simple ser humano. Por el sólo hecho de fomentar el pensamiento dejó de ser cualquiera, hizo un poco más de lo que se esperaba. Vivió en Arequipa, entre las casas de sillar, el devenir del río Chili y las faldas del Misti. Por un tiempo radicó en Chile, durante el gobierno truncado de Allende, estudiando economía; carrera que asimilaba sin dificultades. Y perdura como un muchacho inigualable: siempre joven y vigoroso. Llegó a ser tan inspirador e ilustre dentro del creciente embrión intelectual que se desarrollaba hace tres décadas que luego de su muerte muchos de sus coetáneos —que ahora permanecen y siguen creando— lo tienen en estima y se esfuerzan en trascenderlo más allá de sus propias fuerzas. Por algo se lo merece.

Pero ¿por qué esos intelectuales que aún no son del ayer dedican su preciado tiempo para que Vicente no quede en el olvido? ¿Qué es lo que lo hace tan especial? ¿Qué hace que su personalidad esté profundamente grabada en personas que de por sí ya son singulares?



CONSTRUCCIÓN DE UN PERSONAJE

Desde joven despertó el asombro de sus allegados. Este arequipeño prontamente se relacionó con grupos de personas que tenían sus mismas inquietudes, que buscaban descubrir los mismos hallazgos, y encontrarlos también. En los fines de semana, al despertar la iluminación nocturna, estos muchachos se reunían en lugares determinados para dar acceso al frenesí juvenil. Estas noches de literatura, bohemia y vivacidad no podían carecer de un nombre. Entonces fueron bautizadas bajo el apelativo de las «Noches de la Electricidad». Estos tipos de concilios al parecer han sido olvidados por las juventudes actuales, que ya no se dedican a explotar la cultura que afloraría de su mutuo compartir, y se desperdician ahora en actividades ilusas que se difuminan con el continuo sumar de los segundos.

Sin embargo en la época de Vicente, en su momento, existía esta sólida comunidad, espontánea y sin presiones, donde el punto de inspiración fue siempre él. A menudo lo que más lo caracterizaba era el vigor interno que parecía que nunca se le disminuía; esa actitud repleta de energía que abrumaba y con la que siempre encontraba un escape a la pasividad, una burla a los convencionalismos; la ironía abierta e innovadora; y sobre todo la hilarante forma de ver el mundo, bajo un halo de optimismo con la silueta de una sonrisa.

Vicente (que recibió dicho apelativo a causa de la comparación con el nombre de pila de Van Gogh) actuaba con toda la libertad que le brindaba su conciencia. Ajeno a los prejuicios del común de la gente se desenvolvía sin afectación, y en definitiva por este mismo motivo destruía la modorra visual y mental en que se hallaban los de su entorno, y los dejaba pasmados y con un gesto de complicidad, (pues quizás no todos se atrevían a hacer lo que él ejecutaba, pero no les faltaban las ganas). Podía estar parado cuando todos estaban sentados y al revés cuando todos hacían lo contrario: así era él, un lunático visionario del universo entre los hombres acostumbrados del mundo. A simple vista su única preocupación era la de llamar la atención, pero pesa más su incisiva penetración en las relaciones humanas, a las cuales les rescataba la frescura y la naturalidad. Un hombre como él domina tal poder de concentración que puede deslindarse del mundo. Y en definitiva, por tal razón Vicente se compartía alrededor de las nubes, a su misma altura y no se preocupaba de lo que pasaba en la tierra. Era libre, de preocupaciones y actitudes. Obedeciendo únicamente su inspiración.



EPÍLOGO DE UN DRAMA

Pero es un hecho fehaciente que las personas que tienen esa vitalidad inacabable responden a un patrón ciclotímico, un desbarajuste psicológico, pues también él padecía de momentos de vacío, de incomprensión. Profunda depresión. E inevitablemente tuvo que caer en alguna de éstas, una más fuerte que la otra. Intentó dejar de existir contadas veces, pero sus verdaderos amigos con mucha atención y comunicación atrasaron una decisión inevitable. Solamente la atrasaron, pues el fin del camino ya estaba delineado.

Muy lamentable fue la partida de Vicente. Dramáticamente temprana. Decidió dejar de recorrer mucho camino que veía por delante —tal vez le parecería monótono, no para él. Y no debe ser ocultada la causa del deceso, porque se podría entender, frente a los ojos de los hombres, vergüenza de por medio. Buscar despertar la admiración o el respeto póstumo por un ser que desapareció hace mucho no puede traer contratiempos, ni mucho menos disputas. Más allá de un final desaprobado por la sociedad está un corazón melancólico y una mente inestable en espera de paz. No nos compete juzgar.



UN RETORNO EN LETRAS

Así pues, en la juventud nos abandonó Vicente Hidalgo. Todo el trabajo que pudo ofrecer se quedó en estado preliminar, sin llegar a ser consumado. Se perdió calidad e imaginación con su partida. Pero las personas que le conocieron y supieron reconocer su valor se encargaron de rescatarlo de la muerte absoluta. Sumados a quienes lo vivieron en carne viva, los que escucharon oír de él y lo admiraron por lo que se decía, se unieron en la tarea de inmortalizarlo para nuestra región. Paso a paso lograron su cometido. Y los personajes que realizaron esta tarea —y aún continúan siendo— fueron Oswaldo Chanove, quien conoció a Vicente y llegó a disfrutar de su talante delirante y despreocupado; Óscar Malca, que perteneció al dicho círculo intelectual en las postrimerías, luego de la etapa de Vicente; y Alonso Ruiz Rosas, quien no gozó, también, de la oportunidad de conocerlo.

Ellos en el campo de las letras han ido firmando artículos y escritos con el nombre de nuestro personaje no sólo con la intención de que ciertos sectores intelectuales lo reconozcan y lo almacenen en su memoria, sino que el conjunto de lectores y gente interesada por asimilar la historia de hombres singulares de esta ciudad permanezcan al día y aprovechen los sucesos que de alguna u otra forma tuvieron valía, esencialmente por brindar la renovación a los intelectuales arequipeños de hoy, que forjarán a los del mañana.



DELIMITACIONES DE ACTUALIDAD

Hoy en día el espíritu de Vicente se cristaliza, y desde el otro mundo, gracias a algún inexplicable conjuro intelectual (en el cual es difícil averiguar su gestación), aparece y se manifiesta a través de esas mentes vivientes y despiertas, que por azar del destino, guiados por ventura lo invocan: Oswaldo, Alonso y Óscar se encargan de albergar en su inspiración y sustraer de sus propias cabezas el estilo y el lenguaje que debió mostrar Vicente, en la labor de la escritura.

Para escribir toda clase de artículo, reportaje, poema o cuento, ellos son habitados por el talante delirante de Vicente, y de diferentes ópticas convergen en el mismo motivo. Perdurar a su amigo de la juventud para que llegue a las nuevas juventudes. Para que aprendan de su experiencia, y con mayores posibilidades, puedan escoger sus propios caminos. Sin que una decisión paralela, y censurable, sea la que se entronice, tampoco la que se vilipendie sin comprensión.

Este es un homenaje a Vicente Hidalgo, joven extraño de final trágico. Y en especial es un aplauso deferente y de aprobación a sus amigos de adolescencia, que ejemplifican hasta dónde pueden llegar los valores de la amistad. Cuán grande es su cariño después de tantos años de olvido. Para aplacar las inquietudes que su mención produzca, se le brinda un escrito más, de los muchos que debe haber. En donde se esclareció los puntos que requerían algunos versados sobre sus datos biográficos. Sin referencia a alguna penalidad divina, quizás Vicente estará dando vueltas por las calles de la ciudad, satisfecho de los amigos que hizo en vida, a lo mejor concluyendo, que toda acción tiene su razón de ser, y que todo el imbricado de acontecimientos hasta el día de hoy, obedece a su mejor opción.



Agosto, 2002.

Ludwig van Beethoven, por siempre

Ludwig van Beethoven, por siempre

El compositor más admirado en la historia del arte, y que a la vez fue uno de los que más tuvo que soportar, fue el que se encargó de dar el salto de una época a otra, y de fundar con su bandera de fuerza una corriente que le dio participación al propio individuo, su libertad.

A mediados del último mes de cada año, se aumenta una cifra más al número que comprende la contabilidad de las fechas, en relación con el nacimiento de Ludwig van Beethoven y nuestros días.

Escribir sobre él puede traer ineludibles puntos comunes: el dramatismo naciente que se le atribuye a su música; la libertad que gozó en su labor de creador; la inclusión personal de las íntimas pasiones; y el reflejo de la propia vida en su producción. Es por esto mismo que su obra tuvo que sobrepasar las normas cuadradas a las que estuvo sujeto hasta entonces todo el arte. El arte musical, substantivamente, ya que es el que se somete a distintas formas, y está entrometido abiertamente con las ciencias potencialmente exactas.

En sus primeros 30 años toda su labor estuvo influida por las estructuras tradicionales que determinaban a la música. Cada forma de composición debía estar sujeta a los parámetros inmutables que por aprobación masiva de los mismos compositores se mantenían. Pero Beethoven casi por accidente, por no haber gozado de una formación rigurosa y sólida como sus antecesores, y con una educación insuficiente afrontó su carrera con decisión, luchó —pues este hombre lo que más tenía era agallas, espíritu combativo— y gracias a su sangre flamenca, pasional, dio el giro que se estaba esperando en la música.

No se pensaba que un joven que intentó pasar por prodigio —por obligación de su padre, que por poco no lo pierde para el arte—, y que creció en un contexto tan adverso, llegara a ser el personaje que encerraría todo un siglo y abriría un nuevo camino en el mundo de los sonidos.

La pasión con la que componía lo extraía irremisiblemente del mundo, lo hacia perder las composturas y no dar preferencia a los títulos y niveles sociales. Frente a los nobles era un montarás artista al cual se le debía hacer a un lado. Pues tomarlo en cuenta podía ser peligroso; a tal punto se le consideraba. Fue rechazado innumerables veces por las doncellas que estuvieron a su lado y por estas mismas razones sus partituras estuvieron plagadas de sentimientos, de angustia... y a la vez de esperanza, (siempre creyó en su amada inmortal).

Su obra es una de las más cimeras; aunque se puede considerar que cayó en contradicciones por la variabilidad de posturas que tuvo, sosteniéndose en sus periodos influidos por el clasicismo, por la ansia de Mozart, por las enseñanzas de un Haydn, ya trasmutándose algo por la cercanía de su discípulo, que sabía era todo un genio; sin embargo todo lo que hizo es eterno, y responde a respuestas concisas: a sufrimientos, desesperaciones; a la constante cercanía de la existencia, a una sensibilidad no dormida.

Traspasó el muro de lo sistemático, para entrar en el romanticismo musical. Por su libertad y amor propio no se amilanó. Muchos pueden decir que antes hubo composiciones dramáticas, en las que el oyente puede llegar a estremecerse, puede sentir miedo. Algunos autores del barroco se caracterizaron por tener en sus filas composiciones de dichas índoles, pero en Beethoven la fuerza en una constante, no se puede negar que incluso en sus adagios y andantes se desprende una sugerente apología al vigor.

Además antes que todo esto está la belleza por el triunfo. Todo lo hecho por él es una victoria frente al mundo, es un pasar trabas, romper paredes, saltar pobrezas, sorderas, soledades, inconformidades.

En la obra de Beethoven como en ninguna otra se refleja la vida misma, siendo ambas partes indivisibles de un todo absoluto, tanto una participa de la otra y luego sucede lo contrario. La vinculación de estos dos puntos tal vez llegue a ser excesiva, y cause tedio. Liberarse de presiones externas es urgente para la reconfortante creación, mas Beethoven nunca estuvo realmente libre. Con el tiempo que le ahorcaba y el dinero que le esquivaba, aún así siguió adelante, y sólo un genio de su envergadura podía vencer, y llegar a la cima que tanto se le reconocería no tan póstumamente.

Lo que profundamente caracterizó a su genio fue la rebeldía que siempre tuvo, y que quizás fue producida por algún acontecimiento en su infancia. La obligación de tocar al piano cuando sus intenciones eran las de jugar como un niño normal hicieron que despertaran los demonios prohibidos para su época, y que al final estos significaran inevitablemente novedad y la certeza de que algo grande se estaba gestando.

Beethoven es ampliamente complicado. No por nada sería el ídolo de todos los románticos, porque todos vieron en él el tótem a seguir, el preceptor que mensurablemente rompía las reglas, he hizo convenientemente lo que esos futuros músicos harían con placer. Schubert, Mendelssohn, Chopin, Liszt, Wagner, Brahms, Brückner, Mahler, todos se creyeron y fueron seguidores de Beethoven. Lo tuvieron merecidamente en el altar principal.

Toda la existencia de este genio universal, es una sorpresa para la humanidad, y lo que frecuentemente se termina diciendo es que toda su producción no fue más que un milagro, pero lo que sí se debe aseverar es que terminando las cuentas fue comprendido, y nadie puede pasarlo por alto. Su corazón late junto a todos.



Diciembre, 2001.

jueves, 16 de junio de 2011

1. Inicio sin novedades

A principios del año académico 2006 pacté con la directora del semanario El Búho, Mabel Cáceres Calderón, mis prácticas pre profesionales de prensa para el segundo semestre. Dijo que me esperaría con gusto. Años antes trabajé en el semanario, como todos, o, la gran mayoría de los que no estuvieron al momento de su constitución, empecé como colaborador, puesto que un amigo no podía realizar su trabajo a tiempo en vista de un eventual viaje, yo actuaría como su reemplazo. Se trataba de una nota sobre el primer festival de cortometrajes realizado por la Asociación de Realizadores de Ficción de Arequipa, ARFA, grandilocuente nombre para un reducido grupo de conocidos con intereses comunes. El género a redactar estampó las futuras líneas que publicaría: la crónica.
En alusión a mi edad —tenía 19 años— podría venir a colación cierta inexperiencia; pero aún así, la nota apenas fue cambiada (es decir, editada), salvo un corte sobre los días específicos en los que ocurrió el festival, debido al carácter atemporal del semanario, que ahora recuerdo no era tal, sino por entonces quincenario; aparecía cada dos semanas. El título fue ocurrencia de la persona a la que reemplazaba, viejo amigo encargado de la proyección de películas en la sala oficial de audiovisuales de la Universidad Nacional de San Agustín, Jorge Herrera (más conocido entre los que transitan el centro arequipeño por su hipocorístico, con la particularidad de la aguda acentuación: Cocó), que oficiosamente actuaba en el periódico como colaborador de la sección musical y de una columna hoy fenecida, «Secreto a voces», y en ese instante que me lo mencionó me pareció creativo —aquí sí una muestra de mi inexperiencia—: Crónica de un festival anunciado, pues con sólo un par de meses de ejercicio periodístico, en el medio, como le dicen, y entre tanto diario que circulaba por la oficina, me percaté que la inspiración de una crónica en el título de la novela de García Márquez es lugar común, una muletilla periodística de la que es preciso librarse. Colaboré hasta diciembre, tres meses exactos. Con aquel impulso que a uno lo embarga durante la juventud, no podía permitir que se disuelva entre mis manos esta oportunidad, en la que podía dar rienda suelta al inquietante proceso de la escritura, ahora con la mayoría de edad, las ideas más o menos acomodándose en un sitio (digamos) prudencial, y, sobre todo, dedicándome a lo que desde adolescente me había propuesto e imaginado. Fueron las últimas ediciones en formato sábana del periódico en las que participé como colaborador. Algunas de las notas que redacté en ese tiempo las utilicé en el libro que fraguaba como testigo de tiempos más atrevidos y desenfadados, y que a su vez aproveché para el que pedían en el curso de Oratoria y Liderazgo que pregonaba —nunca antes un verbo tan bien utilizado— el licenciado encargado del curso, una versión oral de cualquier libro de autoayuda que estuviera a la moda. Un artículo a mi juicio menor sobre Beethoven (el «por siempre» del título se le ocurrió a mi mejor amiga en el semanario, Fátima Cáceres, la diagramadora oficial, tratando de disimular un error mío al no apuntar un título más periodístico a este —ya dije— trabajo menor), que no fue el primero, y sospecho tampoco el último que haré sobre el genio de Bonn, cerró mi participación como colaborador en el semanario ese año. Luego, en el periódico, comenzó un extenso receso, que se extendería ininterrumpidamente hasta octubre. Dejó de publicarse casi diez meses exactos, exceptuando una edición especial al mes octavo por el aniversario de Arequipa. También colaboré en esa edición, siempre con el mismo ánimo, entusiasmo, buena vibra, o como se le quiera llamar, por escribir y foguearme en el mundo de las letras. Esta vez con un artículo a página entera sobre Vicente Hidalgo, un afiebrado contertulio, paseante noctámbulo y amigo de muchos escritores en ciernes, que hoy gozan de cierto reconocimiento oficial, entre ellos Oswaldo Chanove —quien me proveyó la información a través de una extensa conversación en su inclinada y más o menos piramidal casa, ubicada en Umacollo—, Alonso Ruiz Rosas, Óscar Malca, entre otros arequipeños que empezaron a escribir en la década del setenta (y propiciamente no se han detenido hasta ahora), formando el círculo mucho más que literario, «Las noches de la electricidad», donde la bohemia, las aventuras verbales y la sinrazón siempre se daban cita. La ilustración de Vicente Hidalgo para el artículo la hizo el hijo del artista y escultor Germán Rondón —entonces también participante de esas ilustrativas faenas en los setentas— y que hoy es, en su aún primera juventud, ya todo un reconocido dibujante y escritor de cómics, al estilo oriental. Para dibujar al personaje intrigante que fue Vicente Hidalgo tomó como punto de referencia a un tío suyo, que, según le dijeron, ambos eran muy parecidos, al menos tenían los mismos rasgos. (He releído esta página, hasta la mitad, no pude más, me inundó la tristeza. ¡Cuánta agua ha desfilado por el molino! Y todo parece como si fuera ayer cuando ocurrió, vaya que entonces sí intentaba escribir de cuerpo y alma.)
Sin el ánimo de falsear cierta caballerosidad, de pecar de una educación que no se ajustaba al caso, uno de aquellos primeros días que visité la oficina y hablé con la directora del semanario, convine con ella que no había ningún problema en que la tuteara, pues para asumir la dirección de un medio de comunicación, Mabel, como empecé a llamarle, al igual que todos también lo hacían, era bastante joven y considerada frente al estereotipo del canoso y prepotente mandón, usualmente en mangas de camisa que no para de fumar y con la garganta bajo una extraña y permanente exaltación de decibeles, con el que se suele atribuir a esta agrietada imagen del conductor de un periódico. La cortesía, una cualidad que se regodea en desmedro de la confianza, tal vez la hice un tanto al lado, así que elegí cimentar la confianza como signo para mi desempeño como redactor de El Búho. Para la siguiente cita, luego que Mabel me hiciera llamar a través de mi antedicho camarada Jorge Herrera, mi entrada en el ahora (otra vez) semanario sería oficial, lo haría como reportero, y percibiría un sueldo que, como estudiante, me venía muy bien. Cursaba el tercer año de Ciencias de la Comunicación —primero de periodismo a mi entender, antes no me enteré muy bien qué estaba estudiando— y nunca había reprobado un curso. Mi función aún no la tenía muy clara, pero por selección natural, sin darme cuenta, en menos de cuatro ediciones correspondientes al mes de octubre de ese año de reinicio, el 2002, había hecho casi todo en la sección Artes & Letras. Trabajaría lo que restaba del año y sin descansos el siguiente, públicamente haciendo sólo de reportero, pero extraoficialmente siendo responsable de la sección de Artes & Letras (exceptuando la página central, en la que colaboré tan solo un par de veces), y hasta practicando de editor o, mejor dicho, un simple y llano corrector ortográfico de la edición completa, labor en la que intervine un poco más de un semestre.
Me retiré porque debía terminar mis estudios, el trabajo me había absorbido demasiado, hasta causar ciertos desbarajustes en el normal desenvolvimiento de mi vida. Lo cierto es que opté por un tren de vida más sereno, retomar la vieja frecuencia que le dedicaba a la lectura y quizá por primera vez rendirme a los estudios universitarios. Además, ya me sentía capacitado para incursionar en otro tipo de escritos. Algo así como este que ahora desarrollo, aunque entonces pensaba en los que atañesen exclusivamente al divagar intelectual o, sino, los que cuenten como principal ingrediente a la ficción, y no tanto en uno como el actual, construido sobre la base de una realidad desnuda que peca de cotidiana y acaso sin el más mínimo ápice de infortunio. ¿Pero ese no es, me pregunto, uno de los ideales durante el ejercicio de una carrera, pasar liviano y sin contratiempos con tal de que el fin de mes llegue pronto? Pues no, me equivoco dos veces. Ni la despreocupación como meta ni lo que aconteció durante estas prácticas contienen respuestas fáciles e indiscutibles. Primero, ese sabor picante del día a día para muchos significa una importante razón para vivir, si no lo consiguen por generación espontánea, ellos mismos se desviven por intrigar con tal de encontrarlo. Y segundo, en lo que respecta al ejercicio periodístico, máxime el de prensa escrita, de las pocas notas que publiqué, un mundo de distancia se encargó de alejarlas y tornarlas irreconocibles frente a sí mismas en su consecución, el proceso y lo que más tarde salió publicado. Es probable que esta experiencia sea, sino útil, al menos ilustrativa, sobre lo que un iniciado en el periodismo de a pie tenga que pasar cuando pise la calle y deba llegar con una nota decente a su medio, donde frecuentemente destaca la desproporción de lo que se busca en oposición a lo que al final es encontrado.
Por lo tanto me fue necesario volver, mis prácticas pre profesionales al presente me lo exigían. Me cuidé de no ir el primer día de cierre de edición, por esta época los lunes, para no interrumpir; esos días los periodistas por la presión están con los nervios encrespados en vista de la publicación que tienen encima. Las reuniones de trabajo, como siempre, son los días en que se publica el semanario, por ahora los martes. Llegué temprano, luego de las actividades propias de un todavía estudiante. Me reencontré con todo el equipo, mis antiguos compañeros de trabajo, entre ellos un par que a pesar del tiempo aún me prodigan verdadera y abierta estima. Esperaba que me asignen mi primera comisión, el primer tema para redactar, con el que iniciaría mis prácticas oficiales de prensa. Sin embargo, la reunión en su totalidad versó sobre el programa de televisión en el que ahora todo el equipo se ha embarcado, «Contrastes». Visionamos reportajes pronto a publicarse, fueron como cinco o seis, algunos, para estar en su primera aproximación, estaban bien, otros, todavía insuficientes y algo asimétricos. Criticaron evidentes deslices, la dicción apresurada —que al parecer no sólo a mí me incomoda— de un iniciado reportero televisivo, y ciertos errores de edición y montaje (por ejemplo, un informe sobre el último circo venido a Arequipa, lleno de un aparente colorido, contenía incontables imágenes en sepia y a blanco y negro, más parecía adiós al circo, que bienvenido a la ciudad, nadie sabía por qué, tal vez error de la cámara o al momento de la digitalización, pues el enfoque de la nota era precisamente todo lo contrario, destacando por encima de todo los matices festivos). Supongo que el trabajo que salió al aire superó esos pequeños inconvenientes.
La reunión se trasladaría a un conocido restaurante en el centro de la ciudad, ya era hora del almuerzo, y sospeché que íbamos a uno con el que se tuviera canje, si es que lo había. Se charló lo suficiente, es grato estar entre periodistas bien informados y responsables. ¿Hay algunos que no lo sean? Hasta hoy no he tenido el mal gusto de conocerlos. El humor siempre estuvo a flor de piel, casi todos actuando como una familia, a la que yo estaba reincorporándome, tal vez como hijo pródigo, aunque no necesariamente redimido. No había canje, Mabel se encargó de la cuenta. Vuelta a la oficina. En el ínterin recién decidieron mi trabajo, luego de ciertos diplomáticos intercambios con el vigente editor de Artes & Letras, José Luis Vargas, al cual en un inicio reemplacé, pues él se había ido a Lima, creo que por una maestría, no sé si a estudiarla o a dictarla, o quizá por trabajo, y una vez retirado yo, regresó, supongo porque ya lo tenía que hacer, y retomó su puesto, sugirió que sólo me dedicara a revisar la ortografía, que hacía falta un corrector para los viernes, alguien que se ocupe de las notas inactuales y menos importantes, y luego los lunes hasta altas horas de la noche, para darle una última chequeada a los reportajes de fondo que caracterizaban al semanario y le daban peso, me dijo que no había problema de que no redactara, ¿total, quién se va a enterar?, pero a la postre me dieron una sencilla Galería —una especie de nota entre la reseña, el relato y la salmodia— a un joven y esforzado estudiante agustino. La persona a la que le realizaría esta Galería fue idea de Mabel.

Prefacio



Una invitación que camina despreocupada, la advertimos incierta, aún así, la tomamos con nuestras manos, paseamos con ella. La página en blanco que urge por ser atendida, y, sin medir las consecuencias, lanzarse al ruedo. Un esfuerzo que no consiste en rellenar espacios, gastar tinta. Se trata precisamente de lo que se toma en serio y hace temblar; enfrentarse a uno mismo y medir la materia de la que estamos hechos: el viaje de iniciación dentro del montañoso ejercicio de la escritura.
Luego vienen previsibles faenas, valles tranquilos, estrechas sendas, agudos acantilados, el éxodo consiste en confiarse al movimiento y seguir avanzando, trepando, reptando. El peligro va en aumento, quizá una incipiente devoción al vértigo anime a continuar. El fin necesariamente no está en la cima. Y luego encontrar un refugio, la caverna para guarecerse de la intemperie, es el galardón reservado para los que porfían. Para los que resuelven, de por vida, sumergirse en los mares de la angustia.
De pronto el perfil, sin bosquejos previos ni medulares directrices, de forma confusa, se torna reconocible. Sin buscarlo, sin esperarlo, saludos, apretones de manos. Es el existir para los de afuera, los de lejos; un existir que es preciso interrumpir. ¿Para qué seducirse con fuegos fatuos? La consigna ya es otra y recién ahora es tiempo de beber los licores proscritos, sellar el pacto con las turbulentas y temibles letras, invariablemente firmes y puntuales y engrilletarse las muñecas al más severo desvelo.
Prodigar una forma coherente lejos de torbellinos, del vórtice que invita a la distracción, una meta plausible. Aunque poco conveniente hablar de metas, de productos, de fábricas, los años se suceden en el calendario y es inevitable cruzarse de brazos. Los frutos a menudo son intangibles, pero atribuirle al tiempo estéril más valor del que tiene encierra sólo una maniobra de consolación.
Este ejemplar, cuya concepción planea diluir esos fantasmas, es el aliento de un lustro envuelto en letras. Letras nacidas entre los esporádicos embajadores del parnaso, artístico e intelectual, que arribaron a estas templadas tierras en el tiempo oportuno; letras nacidas entre los fúlgidos forasteros del ayer, que por ventura sumaron el número redondo (pueril justificación, menguante del periodismo) que otorga carta blanca para que uno se deleite, en el siempre bienvenido y perpetuo compromiso de alternar con ellos. Letras nacidas del milagro de la escritura misma, del verso, del color, de la coda.
La narración que nombra este libro posee tonos que intentan matices verídicos, lo son. Tal vez no respecto a los personajes, las acciones que ejecuten u omitan desempeñan pues adaptados roles: los intereses de una visión subjetiva, que responden a una trama, su ubicación ensaya el dramatismo.
Conservar los más profundos suspiros, todo el hollín que corre por nuestras venas —sin olvidar el honor y la desdicha de librar la batalla diaria—: el arte al cuidado de una existencia, su merecimiento, su incorregible despilfarro, ¿acaso no es el único modo de sentirnos con vida?