Pasado el medio día, en plena hora de almuerzo, no sé por
qué, se me ocurrió hacer un nuevo intento. Exactamente en ese instante, a unos
diez metros de las escaleras de su pabellón, vi a Santiago separarse de su
silla de ruedas, con ayuda de su madre, y subir cargado por ella —como si fuera
todavía una criatura— hasta el tercer piso. Era bien pequeño, el pecho parecía
que se le salía, brotaba como una lanza a la altura del esternón; las manos
demostraban un desarrollo desmesurado con relación a su cuerpo; las piernas se
adivinaban enclenques, incapaces de sostenerlo. Yo prudentemente seguí su
camino hasta el último rellano de las gradas, antes del tercer piso. Su mamá lo
dejó sentado entre uno y otro escalón mientras volvía por la silla de ruedas.
Fue cuando me acerqué y le repetí sus nombres. Era obvio que tenía que ser él,
no podía haber otro. Su primera impresión no fue muy amable, más que
desconfianza me parecía que emergía de su semblante cierto disgusto por tener
que ser el centro de atención de un trabajo periodístico. Reacción que a mi
entender lo ennoblecía, e hizo que desde ese momento gozara de mi franca
estimación. Frente a mi pedido de hacerle una semblanza para una Galería del
semanario El Búho, si bien parecía no entusiasmarle mucho la idea, de algún
modo se sentía predestinado a conceder, como si no tuviera otra salida e
inexorablemente así debía ser. Su rostro mestizo reflejaba un endurecimiento en
los ojos atávico, un sinsabor que no sólo venía de la enfermedad congénita con
la que había llegado al mundo (se trataba de osteogénesis imperfecta, falta de
desarrollo en los huesos), sino cierta bronca por tener que habitar ese cuerpo
tan minúsculo y en clara desproporción frente al ego que, me di cuenta, llevaba
dentro. Algo así debió desvelar a Napoleón en sus años adolescentes.
Antes de ir a verlo, había reflexionado casi a la volada
sobre la condición de ser un estudiante con limitaciones físicas, el hecho de
andar en silla de ruedas y todas las posibles implicancias que ésta traía en
contra, para el normal desenvolvimiento del estudio de una profesión. Me hice
una lista al canto de una hoja bond, que no consistía en una retahíla de
preguntas, sino nada más que mondas y lirondas palabras, las cuales a mi
entender encerraban un tema cardinal para ventilar en la conversación. Ya
cuando estuve sentado junto a Santiago, en una grada de la escalera de su
facultad, casi todas las preguntas que le hice provenían de mi listado.
Considerable favor, muy útil, en especial cuando uno se ha desvinculado, en
algo, con el oficio de hacer entrevistas, de practicar la extracción de
respuestas contundentes y valiosas de los interlocutores, de mantenerse atento
a cada sílaba proferida y estar al tres para eludir el momento cuando estamos
siendo mecidos, despistados con rodeos o simplemente desatendiendo la
repregunta más puntiaguda y preponderante. Recuerdo con suma nitidez las
primeras palabras que me dijera, a inicios de la primavera de aquel palpitante
2003, Desiderio Blanco, en la entrevista más nutritiva que jamás hice: «Qué
quieres saber». Dijo esto el renombrado semiólogo con la mayor sencillez y
naturalidad, ningún asomo de presunción, él quería compartir su erudición como
los maestros del más castizo linaje. A cada pregunta que le hice en el
improvisado lugar en el que nos ubicamos —la sala, por poco tiempo aún vacía,
de audiovisuales de la universidad san Agustín, contigua al Paraninfo de ésta,
donde en poco tiempo iba a brindar una conferencia—, respondía con una maestría
y entusiasmo que iban en aumento mientras más nos adentrábamos en los
laberínticos y excitantes nidos de la significación y los contenidos. Español
de nacimiento, vivía en Perú cerca de medio siglo, habiendo formado a los
críticos de cine hoy más respetados, como Isaac León Frías, José Carlos
Huayhuaca, o el más activo y minucioso de todos ellos, Ricardo Bedoya. Si bien
nuestra conversación no versó mucho sobre la valiosa y memorable revista
Hablemos de cine, este efímero contacto que tuve con él, de algún modo estimuló
la vena cinematográfica que creo que todos los que se iniciaron en periodismo
alguna vez tuvieron, y que tal vez en mí aún se mantiene medio adormecida —un
sencillo y casero cortometraje solamente, siempre a medio hacer—, pero que no desfallece,
tal vez, entre tantas razones, más allá de la tozudez, por el aliento que
recibo cada vez que me encuentro con el cinéfilo y partidario de la
manufacturación de cortometrajes Miguel Ángel Guevara, de quien años antes
llegué a redactar una Galería, pues en un momento de urgencia, debido a que
faltaba una Galería y el plazo de edición casi se había vencido, me ofrecí a
conseguirla sobre la marcha, paseando por el centro a oscuras y con poca gente
transitando por las calles, de casualidad me topé con él cerca de una librería,
¿y por qué no?, me dije, preocupándome más por tomarle una fotografía
apropiada, pues el resto era para mí historia conocida, además, dentro de la
operatividad y el encuadre de una cámara fotográfica con el de una filmadora, las
diferencias no eran tan diversas, y mientras conversábamos más de cine que de
su propia vida, conveníamos como siempre realizar cortometrajes que jamás
verían la luz, yo igual aprovechaba para ensayar, como si estuviera creando un
poco de ficción, en medio de tanto libro que siempre da un toque intelectual al
que posa rodeado de ellos… pero es el tiempo el que a ciencia cierta
determinará por qué camino deambulará esta decente inclinación: arenas
movedizas, o, por lo menos, la ribera reservada de algún riachuelo, que va a
dar al mar.
Santiago respondió a todas mis preguntas de la forma más
escueta posible. No desarrollaba ninguna respuesta, se limitaba casi a
monosílabos. O, lo que es peor, a vaguedades: decir algo habiendo dicho nada.
Los entrevistadores de política deben ya haberse acostumbrado a este penoso
mal, llenarse de espuma cuando la sed arrecia. Sin embargo yo entendía a
Santiago, alguien que desde niño había estado sumergido sólo en los números, no
era descabellado pensar que, en la presencia de un desconocido, era alguien que
se acorazaría en el silencio, difícil es que se sienta un Pericles frente al
pleno de un intemperante foro romano. Las palabras son un asunto de sociales,
sobre todo las palabras que van de la mano con la entonación y las ganas de
subyugar al auditorio —de decir aquí estoy yo, que hablo con acerada fluidez,
aunque lleno de muletillas y peores desgracias verbales, de las que casi no
entiendo—, pero muy poco tienen que ver con las palabras oportunas en pos de
contenidos profundos y realmente vitales. Mientras tanto la mirada de
desconfianza seguía clavada en el rostro de Santiago. Anotaba sus respuestas
sobre el mismo papel blanco, en el que, al canto, reposaban las palabras
mágicas de mi listado. Terminada la entrevista, luego de un tiempo prudencial,
y después de haber calculado según la medida estándar la extensión de la nota
que iba a ser publicada —jamás me gustó escribir de más, para luego ser
recortado, sino precisamente lo suficiente—, fue hora de tomar las fotos. Utilicé
la profundidad del pasillo del tercer piso, el muro de las aulas recreaba, a no
dudarlo, la imagen de la universidad agustina: muros de ladrillo en caravista,
con el barniz algo desteñido, y puertas a medio abrir con salones, de seguro,
concurridos por pocos alumnos, indefectiblemente mucho menos que el total de
los matriculados. Le tomé casi una decena de fotografías, tiempo que no hacía
estos menesteres, sentía que por el largo período pasado, tal vez había perdido
el poco oficio que antes aprendí. En unas tomas privilegié la silla de ruedas,
se le veía a ésta cobijando a un joven, con la apariencia de infante. Antes de
terminar la pequeña sesión, decidí privilegiar al ser humano, que se viera a un
muchacho, sentado en algo así que da la impresión de ser una silla de ruedas.
Al final, esa fue la foto con la que se publicó la Galería. Di en el blanco,
mis intuiciones no habían perdido del todo el olfato periodístico, en este
caso, para ilustrar un trabajo de corte social, mejor dicho, humano. Mientras hacíamos
las fotos no fuimos interrumpidos, a esa hora ningún estudiante se asomaba por
los pasillos. Para entonces, ya era hora de la clase a la que, en ese momento,
asistía Santiago; toda la entrevista transcurrió mientras esperaba al
catedrático. Después de haberme ido, no sin antes repreguntarle sobre el
ilustre personaje que mencionó a lo largo de la entrevista, con el cual se
identificaba en algo, Stephen Hawking, no dejé de sentir la impresión de que
sus clases garantizaban un aire de irrealidad, cualquiera diría que nunca iban
a comenzar...
Luego de mis labores cotidianas, el fin de semana, otra vez
al semanario, en esta ocasión, de día, hecho bastante poco usual en mí,
acostumbrado antes a llevar mis archivos ya cuando la reja del edificio de
oficinas y talleres de artistas, donde funciona El Búho, había sido cerrada por
el portero, en vista de lo avanzada que diariamente se ponía la noche justo
cuando yo acababa con mi trabajo y me daba la hora de entregarlo. Tenía que
tocar la reja, zarandear el candado o gritar la palabra clave «Búho» para que
alguien de la oficina tenga que interrumpir su trabajo y bajar las gradas para
abrir la puerta cancel, entrelazada con una cadena de eslabones confiables y a
no dudarlo bulliciosos. El asunto era que comenzaba a redactar de noche, puesto
que para el día destinaba los estudios universitarios; o, quizá, padecía
entonces el cliché de escribir de noche, porque pensaba que era el único
intervalo en que eso que llaman inspiración podía asistirme. En una de las
tantas visitas realmente nocturnas que hice, ya cuando soslayé los habituales
inconvenientes para ingresar y, dentro de la oficina, Mabel sonriendo me dijo
que al parecer yo le rendía verdadero honor al nombre del semanario, por lo
nocherniego de mi polémico y prácticamente estandarizado desenvolvimiento. De
los dispersos comentarios que recibí en mi vida, éste fue uno de los que más se
ajustó a la realidad que entonces para mí era asunto de todos los días. Ahora,
por las prácticas, arribo con la entrevista de Santiago Hermosilla bajo todo el
iridiscente sol de Arequipa, con cierto desgano, que podría catalogarse de
ilimitado, propio del que ya no registra ningún entusiasmo por publicar o
consignar su nombre en un medio de circulación masiva, pero se ve obligado a hacerlo.
La nota no sería impresa sino hasta una semana después de haber sido
presentada, debido a que una fecha importante para el medio se encaramaba sobre
nuestros hombros y nos hacia cambiar lo que, con antelación, habíamos
planificado.
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