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jueves, 16 de junio de 2011

1. Inicio sin novedades

A principios del año académico 2006 pacté con la directora del semanario El Búho, Mabel Cáceres Calderón, mis prácticas pre profesionales de prensa para el segundo semestre. Dijo que me esperaría con gusto. Años antes trabajé en el semanario, como todos, o, la gran mayoría de los que no estuvieron al momento de su constitución, empecé como colaborador, puesto que un amigo no podía realizar su trabajo a tiempo en vista de un eventual viaje, yo actuaría como su reemplazo. Se trataba de una nota sobre el primer festival de cortometrajes realizado por la Asociación de Realizadores de Ficción de Arequipa, ARFA, grandilocuente nombre para un reducido grupo de conocidos con intereses comunes. El género a redactar estampó las futuras líneas que publicaría: la crónica.
En alusión a mi edad —tenía 19 años— podría venir a colación cierta inexperiencia; pero aún así, la nota apenas fue cambiada (es decir, editada), salvo un corte sobre los días específicos en los que ocurrió el festival, debido al carácter atemporal del semanario, que ahora recuerdo no era tal, sino por entonces quincenario; aparecía cada dos semanas. El título fue ocurrencia de la persona a la que reemplazaba, viejo amigo encargado de la proyección de películas en la sala oficial de audiovisuales de la Universidad Nacional de San Agustín, Jorge Herrera (más conocido entre los que transitan el centro arequipeño por su hipocorístico, con la particularidad de la aguda acentuación: Cocó), que oficiosamente actuaba en el periódico como colaborador de la sección musical y de una columna hoy fenecida, «Secreto a voces», y en ese instante que me lo mencionó me pareció creativo —aquí sí una muestra de mi inexperiencia—: Crónica de un festival anunciado, pues con sólo un par de meses de ejercicio periodístico, en el medio, como le dicen, y entre tanto diario que circulaba por la oficina, me percaté que la inspiración de una crónica en el título de la novela de García Márquez es lugar común, una muletilla periodística de la que es preciso librarse. Colaboré hasta diciembre, tres meses exactos. Con aquel impulso que a uno lo embarga durante la juventud, no podía permitir que se disuelva entre mis manos esta oportunidad, en la que podía dar rienda suelta al inquietante proceso de la escritura, ahora con la mayoría de edad, las ideas más o menos acomodándose en un sitio (digamos) prudencial, y, sobre todo, dedicándome a lo que desde adolescente me había propuesto e imaginado. Fueron las últimas ediciones en formato sábana del periódico en las que participé como colaborador. Algunas de las notas que redacté en ese tiempo las utilicé en el libro que fraguaba como testigo de tiempos más atrevidos y desenfadados, y que a su vez aproveché para el que pedían en el curso de Oratoria y Liderazgo que pregonaba —nunca antes un verbo tan bien utilizado— el licenciado encargado del curso, una versión oral de cualquier libro de autoayuda que estuviera a la moda. Un artículo a mi juicio menor sobre Beethoven (el «por siempre» del título se le ocurrió a mi mejor amiga en el semanario, Fátima Cáceres, la diagramadora oficial, tratando de disimular un error mío al no apuntar un título más periodístico a este —ya dije— trabajo menor), que no fue el primero, y sospecho tampoco el último que haré sobre el genio de Bonn, cerró mi participación como colaborador en el semanario ese año. Luego, en el periódico, comenzó un extenso receso, que se extendería ininterrumpidamente hasta octubre. Dejó de publicarse casi diez meses exactos, exceptuando una edición especial al mes octavo por el aniversario de Arequipa. También colaboré en esa edición, siempre con el mismo ánimo, entusiasmo, buena vibra, o como se le quiera llamar, por escribir y foguearme en el mundo de las letras. Esta vez con un artículo a página entera sobre Vicente Hidalgo, un afiebrado contertulio, paseante noctámbulo y amigo de muchos escritores en ciernes, que hoy gozan de cierto reconocimiento oficial, entre ellos Oswaldo Chanove —quien me proveyó la información a través de una extensa conversación en su inclinada y más o menos piramidal casa, ubicada en Umacollo—, Alonso Ruiz Rosas, Óscar Malca, entre otros arequipeños que empezaron a escribir en la década del setenta (y propiciamente no se han detenido hasta ahora), formando el círculo mucho más que literario, «Las noches de la electricidad», donde la bohemia, las aventuras verbales y la sinrazón siempre se daban cita. La ilustración de Vicente Hidalgo para el artículo la hizo el hijo del artista y escultor Germán Rondón —entonces también participante de esas ilustrativas faenas en los setentas— y que hoy es, en su aún primera juventud, ya todo un reconocido dibujante y escritor de cómics, al estilo oriental. Para dibujar al personaje intrigante que fue Vicente Hidalgo tomó como punto de referencia a un tío suyo, que, según le dijeron, ambos eran muy parecidos, al menos tenían los mismos rasgos. (He releído esta página, hasta la mitad, no pude más, me inundó la tristeza. ¡Cuánta agua ha desfilado por el molino! Y todo parece como si fuera ayer cuando ocurrió, vaya que entonces sí intentaba escribir de cuerpo y alma.)
Sin el ánimo de falsear cierta caballerosidad, de pecar de una educación que no se ajustaba al caso, uno de aquellos primeros días que visité la oficina y hablé con la directora del semanario, convine con ella que no había ningún problema en que la tuteara, pues para asumir la dirección de un medio de comunicación, Mabel, como empecé a llamarle, al igual que todos también lo hacían, era bastante joven y considerada frente al estereotipo del canoso y prepotente mandón, usualmente en mangas de camisa que no para de fumar y con la garganta bajo una extraña y permanente exaltación de decibeles, con el que se suele atribuir a esta agrietada imagen del conductor de un periódico. La cortesía, una cualidad que se regodea en desmedro de la confianza, tal vez la hice un tanto al lado, así que elegí cimentar la confianza como signo para mi desempeño como redactor de El Búho. Para la siguiente cita, luego que Mabel me hiciera llamar a través de mi antedicho camarada Jorge Herrera, mi entrada en el ahora (otra vez) semanario sería oficial, lo haría como reportero, y percibiría un sueldo que, como estudiante, me venía muy bien. Cursaba el tercer año de Ciencias de la Comunicación —primero de periodismo a mi entender, antes no me enteré muy bien qué estaba estudiando— y nunca había reprobado un curso. Mi función aún no la tenía muy clara, pero por selección natural, sin darme cuenta, en menos de cuatro ediciones correspondientes al mes de octubre de ese año de reinicio, el 2002, había hecho casi todo en la sección Artes & Letras. Trabajaría lo que restaba del año y sin descansos el siguiente, públicamente haciendo sólo de reportero, pero extraoficialmente siendo responsable de la sección de Artes & Letras (exceptuando la página central, en la que colaboré tan solo un par de veces), y hasta practicando de editor o, mejor dicho, un simple y llano corrector ortográfico de la edición completa, labor en la que intervine un poco más de un semestre.
Me retiré porque debía terminar mis estudios, el trabajo me había absorbido demasiado, hasta causar ciertos desbarajustes en el normal desenvolvimiento de mi vida. Lo cierto es que opté por un tren de vida más sereno, retomar la vieja frecuencia que le dedicaba a la lectura y quizá por primera vez rendirme a los estudios universitarios. Además, ya me sentía capacitado para incursionar en otro tipo de escritos. Algo así como este que ahora desarrollo, aunque entonces pensaba en los que atañesen exclusivamente al divagar intelectual o, sino, los que cuenten como principal ingrediente a la ficción, y no tanto en uno como el actual, construido sobre la base de una realidad desnuda que peca de cotidiana y acaso sin el más mínimo ápice de infortunio. ¿Pero ese no es, me pregunto, uno de los ideales durante el ejercicio de una carrera, pasar liviano y sin contratiempos con tal de que el fin de mes llegue pronto? Pues no, me equivoco dos veces. Ni la despreocupación como meta ni lo que aconteció durante estas prácticas contienen respuestas fáciles e indiscutibles. Primero, ese sabor picante del día a día para muchos significa una importante razón para vivir, si no lo consiguen por generación espontánea, ellos mismos se desviven por intrigar con tal de encontrarlo. Y segundo, en lo que respecta al ejercicio periodístico, máxime el de prensa escrita, de las pocas notas que publiqué, un mundo de distancia se encargó de alejarlas y tornarlas irreconocibles frente a sí mismas en su consecución, el proceso y lo que más tarde salió publicado. Es probable que esta experiencia sea, sino útil, al menos ilustrativa, sobre lo que un iniciado en el periodismo de a pie tenga que pasar cuando pise la calle y deba llegar con una nota decente a su medio, donde frecuentemente destaca la desproporción de lo que se busca en oposición a lo que al final es encontrado.
Por lo tanto me fue necesario volver, mis prácticas pre profesionales al presente me lo exigían. Me cuidé de no ir el primer día de cierre de edición, por esta época los lunes, para no interrumpir; esos días los periodistas por la presión están con los nervios encrespados en vista de la publicación que tienen encima. Las reuniones de trabajo, como siempre, son los días en que se publica el semanario, por ahora los martes. Llegué temprano, luego de las actividades propias de un todavía estudiante. Me reencontré con todo el equipo, mis antiguos compañeros de trabajo, entre ellos un par que a pesar del tiempo aún me prodigan verdadera y abierta estima. Esperaba que me asignen mi primera comisión, el primer tema para redactar, con el que iniciaría mis prácticas oficiales de prensa. Sin embargo, la reunión en su totalidad versó sobre el programa de televisión en el que ahora todo el equipo se ha embarcado, «Contrastes». Visionamos reportajes pronto a publicarse, fueron como cinco o seis, algunos, para estar en su primera aproximación, estaban bien, otros, todavía insuficientes y algo asimétricos. Criticaron evidentes deslices, la dicción apresurada —que al parecer no sólo a mí me incomoda— de un iniciado reportero televisivo, y ciertos errores de edición y montaje (por ejemplo, un informe sobre el último circo venido a Arequipa, lleno de un aparente colorido, contenía incontables imágenes en sepia y a blanco y negro, más parecía adiós al circo, que bienvenido a la ciudad, nadie sabía por qué, tal vez error de la cámara o al momento de la digitalización, pues el enfoque de la nota era precisamente todo lo contrario, destacando por encima de todo los matices festivos). Supongo que el trabajo que salió al aire superó esos pequeños inconvenientes.
La reunión se trasladaría a un conocido restaurante en el centro de la ciudad, ya era hora del almuerzo, y sospeché que íbamos a uno con el que se tuviera canje, si es que lo había. Se charló lo suficiente, es grato estar entre periodistas bien informados y responsables. ¿Hay algunos que no lo sean? Hasta hoy no he tenido el mal gusto de conocerlos. El humor siempre estuvo a flor de piel, casi todos actuando como una familia, a la que yo estaba reincorporándome, tal vez como hijo pródigo, aunque no necesariamente redimido. No había canje, Mabel se encargó de la cuenta. Vuelta a la oficina. En el ínterin recién decidieron mi trabajo, luego de ciertos diplomáticos intercambios con el vigente editor de Artes & Letras, José Luis Vargas, al cual en un inicio reemplacé, pues él se había ido a Lima, creo que por una maestría, no sé si a estudiarla o a dictarla, o quizá por trabajo, y una vez retirado yo, regresó, supongo porque ya lo tenía que hacer, y retomó su puesto, sugirió que sólo me dedicara a revisar la ortografía, que hacía falta un corrector para los viernes, alguien que se ocupe de las notas inactuales y menos importantes, y luego los lunes hasta altas horas de la noche, para darle una última chequeada a los reportajes de fondo que caracterizaban al semanario y le daban peso, me dijo que no había problema de que no redactara, ¿total, quién se va a enterar?, pero a la postre me dieron una sencilla Galería —una especie de nota entre la reseña, el relato y la salmodia— a un joven y esforzado estudiante agustino. La persona a la que le realizaría esta Galería fue idea de Mabel.

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