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viernes, 11 de abril de 2014

4. El deporte de la mente

Un niño de siete años cumplidos gana para el Perú los premios más codiciados de ajedrez. Torneo en el que ha participado, torneo en el que ha logrado una medalla. Su nombre es Anthony Gonzáles Borda, más conocido como Tony. Una noticia en la última página de un diario local hizo de nexo. Había que buscarlo en el Instituto Peruano del Deporte, IPD, para poder redactarle una Galería.
Miércoles, medio día, rondando el Coliseo Arequipa, buscando a Luis Ponce Arroé, todopoderoso del deporte, como quien dice, el más-más. Por eso mismo ni lo llegué a ver, fui derivado a un tal Samuel Cuno, que se había ido de refrigerio y regresaría a las dos de la tarde. Una secretaria me decía esto, me dio un número telefónico, para que lo llamara a la hora acordada. Había pedido los datos del ilustre ajedrecista, la única manera cómo contactarme. Me dieron el celular de su mamá, Gladis. Convine con ella una cita para el día siguiente, en un lugar de La Negrita, apuntando el medio día, adonde Tony gustoso iba a practicar ajedrez con la frecuencia de un dependiente. Esto de convenir citas para las entrevistas es tema de continuo para los periodistas y redactores, y las he llevado a cabo en lugares inverosímiles. Recuerdo una muy fructuosa que le hice a la consagrada poetisa Rosina Valcárcel en la salita de estar del segundo piso de un hotel con el prestigio más o menos disminuido. Congenié con ella, me obsequió un poemario de su autoría, uno de sus mejores en su haber, celebrado por la crítica, al menos. Pero, lamentablemente, la nota fue realizada sólo para una Galería. Aun así la recuerdo nítidamente, toda una mujer de letras, centrada y conversadora, poseedora de aquellas cualidades intelectuales que se necesitan para recibir en vida el reconocimiento debido, pero hoy, para variar esa faceta inevitable y en general conocida, se me da por renombrar sus esbeltas y largas piernas que se le moldeaban a través de la falda de su florido vestido, y que ese día se me antojaron muy sensuales, sobre todo por el lugar donde nos encontrábamos... Para dar con la casa de La Negrita, tardé más de la cuenta, pasé por delante de ella, regresé y volví a ir. Otra vez la numeración me brindaba una mala pasada; parecía que el local donde practicaba Tony quería ocultarse de la vista de los demás. No sólo era el local, también su mamá deseaba que éste pasara desapercibido, pues se trababa de una institución algo singular frente a las demás: un centro mormón, del que la señora madre del pequeño campeón se preocupó de que este detalle no sea registrado en la nota. Era evidente que no tenía por qué preocuparse. A mi entender la postura religiosa no tiene por qué sumar ni restar crédito alguno a las personas.
Apenas crucé la puerta, luego de tocar el timbre del intercomunicador, que por nadie fue utilizado, pues la reja se abrió automáticamente, como si me estuvieran esperando (lo estaban haciendo, a pesar de la advertencia de la madre, que me dijo que mejor me haga pasar sólo como un amigo de Tony, y no como un redactor periodístico que venía a realizar una entrevista, porque sino, quizá no me iban a permitir el ingreso), entonces la reja se abrió crujiendo sus barrotes metálicos contra la loza de laja, al mejor estilo de las películas de suspenso, sólo faltaba que apenas cruzara el umbral, ésta se cerrara automáticamente anticipando mi perdición. En la sala de espera se encontraba la señora Gladis, confirmó mi identidad y me dijo que luego de un rato podría charlar con su hijo, aún estaba practicando con su instructor, el ajedrecista Edwin Condori, del que no llegué a averiguar si era un simple aficionado o un notable maestro que tal vez había desarrollado su vocación por el ajedrez en el campo profesional y competitivo, y en sus ratos libres se dedicaba a instruir jóvenes promesas del deporte de la mente. No fue necesario esperar mucho, cuando se enteraron de mi llegada, al instante el niño ajedrecista ya quería verme; Tony se mostraba risueño, muy movedizo —características que destaqué en la nota— pero, por encima de lo mencionado, algo que para nada me entusiasmaba, corto de respuestas, motivo capital de haber adoptado la crónica (mejor dicho la semblanza, la descripción de un personaje a través de un volátil artículo) en lugar de la ahora estilada entrevista. Apenas abría la boca, respondía casi con unos inquietantes síes y noes que me hicieron recordar a Santiago Hermosilla, aunque la causa de su parquedad no fuera precisamente el fastidio de atender a una entrevista, sino ser niño y andar por demás distraído, maravillado por la grabadora, queriendo tomar fotos con la cámara digital, desordenando las fichas de ajedrez para luego volverlas a poner en su sitio, y un largo etcétera.
La mayoría de respuestas las atendió la señora Gladis. Para entonces ya habíamos ingresado al salón contiguo a la sala de estar donde practicaba Tony, di la mano a su instructor, que con oportuno tacto se retiró y nos dejó a los tres en la clase, su mamá se sentó en una carpeta, igual a las que antes se encontraban al por mayor en las aulas de la universidad, de metal e individuales, a unos cuatro metros de nosotros, y yo fui a la mesa en la que se hallaba el tablero de ajedrez, hecho de un material para mí difícil de definir, parecía una especie de tela gruesa o cierto tipo de plástico, cuya fabricación cualquiera diría se quedó a medio camino entre los individuales para el almuerzo y los «pads», o alfombrillas de ratón, donde éstos pasean para operar con facilidad el monitor de la computadora. Total, el hábito no hace al monje. Tampoco tenía que estar jugando sobre un tablero de ajedrez manufacturado en roble y con piezas de diseño, que los hay de mil y un estilos. Un campeón de fútbol pudo haber empezado pateando una pelota de trapo, jugando descalzo y en plena lluvia agripado. En el Perú, crecer contra la adversidad, es tema de todos los días. Porfirio Mamani Macedo6, otro poeta que por suerte me topé en mi haber periodístico, a pesar de que radica en Francia hace mucho, tampoco contó con todo el apoyo logístico y familiar para convertirse en vate, en ladrón de fuego. Estudió leyes en santa María, a san Agustín fue para dedicarse a las letras, escogiendo matricularse en literatura para hacerse poeta; más tarde se desviviría por conseguir aquello que también desveló a los escritores del mundo a inicios y mediados del siglo XX, ir a crecer artística e intelectualmente a Francia. Lo logró, no sin muchos apuros. Sentados en las frígidas sillas metálicas de un aula de la escuela de literatura de san Agustín, situada en el primero de los elefantes blancos, como llaman a los tres edificios neoclásicos que se alinean, en educada formación escolar, en la inverosímil área de ingenierías, y luego de un pequeño recital poético que diera junto a su amigo y escritor de su generación, también colaborador de El Búho, José Gabriel Valdivia, y una vez que el joven auditorio de estudiantes de primer año de literatura se hubo diluido, conversamos plácidamente sobre el escribir, las posibilidades del ser y el sentir como peruano en el Viejo Mundo, a qué se tuvo que acostumbrar y qué tuvo que enterrar para sobrevivir aun siendo él mismo. Con su voz aflautada respondía a las inquietudes de mi charla, casi cantando, subrayando que su entonación —ojalá sin querer, ciertos hábitos a veces nos juegan malas pasadas— estaba más acostumbrada a desenvolverse entre los campos elíseos franceses que a repetir las broncas palabras que una vez dijera en plena sierra arequipeña, o a las que le fueron trasmitidas por sus padres, apenas llegados del fastuoso altiplano cuando su nacimiento. Pasamos revista a sus puntos de inspiración, él era un eterno enamorado, no cabía duda. Una amistad llegó a perfilarse, mensajes por Internet que cruzaban el Atlántico y más tarde otro encuentro, esta vez en un mejor lugar para el intercambio intelectual —nada más por el confort que por el escenario— como un café del centro, hicieron que con el estrenado doctor en letras Porfirio Mamani (título obtenido en la Sorbona), el compartir y los alicientes literarios se acentuaran. Aún le debo, en cariz simbólico claro, muchos escritos que me instigó a que fraguara con la mayor irresponsabilidad posible.
Otro personaje consagrado del gremio poético con quien entablé una amistosa relación, pero en este caso, tratándose de una representante femenina que vivía en la ciudad, los encuentros podían darse con mayor frecuencia, fue Gloria Mendoza Borda7, poetisa que también invocaba elíxires de altura, es decir, enseñoreada en la poesía lírica que acaso Polimnia pudo prodigar desde aquellos años de adolescencia, cuando cifró su destino, no ha dejado de inspirarse hasta hoy en el mundo del altiplano, ese inagotable orbe que envuelve sus poemas, no se desgasta y permanece fiel a pesar de la distancia. Además, fue ella un enlace honroso y pertinente, que me presentó en diversas ocasiones a los personajes de letras que visitaron la ciudad, llegados de diversos lugares del país, para entablar con ellos las más diversas conversaciones, o, en el mejor de los casos, difundir sus poemas en la urgente página de poesía que distinguía al semanario. Rutinario problema semanal éste el de conseguir la más variopinta poesía, refrescar la página de literatura, agenciar cuentos y estar al tanto de lo nuevo publicado por aquel espectro heterogéneo de escritores bisoños o consagrados de la región, para las reseñas respectivas. La sección de Artes & Letras todo el tiempo me facturó bravías coordinaciones y sudores de medianoche. Esforzándome por conseguir todo el material habido y por haber, para publicarlo sin descuido en el semanario, entablé lazos con los que se dedicaban a los poemas regularmente, con los que preferían el cuento como insignia de su escritura en la ciudad, también, demás está decir que hice el intento aun con los que radicaban en otros lugares del país, gracias a Internet o a los viajes y visitas eventuales. Pero, aun así, nunca faltaron las alentadoras lenguas mordaces, que siempre buscan las grietas ajenas, las cuales afirmaban que yo sólo publicaba a mis íntimos compinches, y tal vez me ufanaba de operar como el filtro privilegiado que elegía a quiénes sí y a quiénes no, cuando con los que sí, sino todos, la mayoría, sólo mantenía una cordial afinidad, de a lo más un brindis en una inauguración de arte —lamentable pero cierto—, donde los asistentes sin temor a equivocarme son contados y los mismos, habitúes de los Centros Culturales que se confunden con los artistas o el puñado de los que hacen música. Todos, ramas de un árbol que pueden, aunque sin mucha distancia entre sí, no distinguirse, pero provenientes del mismo tronco que conforma esta poco frondosa mata de cetrinas hojas en su otoño interminable. De esta modalidad de ejercicio periodístico, lo llamaré así, sin esperarlo me beneficié de indistintas maneras: un buen día llegó a la oficina el último trabajo del trajinado poeta puneño José Luis Ayala, expresamente para renovar mis lecturas con su experimental y sugerente Cábala para inmigrantes, obra entre la novela y la poesía, collage de fotografía con sabios recortes de las revistas para adultos de circulación masiva, la creación febril y con un atildado registro bienaventuradamente erótico. Por otro lado, en la orilla opuesta, la de los inicios y las primeras publicaciones, haciéndose de un nombre en las letras peruanas, el joven y desenfadado poeta limeño Rafael García Godos, que, luego de viajar para observar la publicación de sus poemas, correos virtuales de por medio, tuvo la deferencia de extenderme muy afable sus agradecimientos en cada nueva publicación que ha realizado hasta la actualidad. Muestras de afecto y consideración que nunca está de más agradecer.
Entre tanto, gracias al ajedrez, Tony Gonzáles Borda pasaba por niño genio, no sólo frente a su madre, sino hasta para las autoridades de su colegio. Su mamá me dijo que lo habían promovido de año antes de tiempo porque era muy buen alumno, demasiado, ya nada tenía que aprender en primero, quizá en segundo su asistencia al colegio no sería tan inútil. Su mamá siempre hablaba, respondía a lo que aún no había preguntado, la típica madre orgullosa que se desvive por resaltar los logros de su hijo, tal vez también trataba de disimular algo, algo que no tardé en darme cuenta y concernía al aparente mutismo temporal de su hijo, porque Tony apenas quería contestar, movedizo, juguetón en un principio, luego parecía que ciertos nervios se apoderaban de él al momento de hablar. A las preguntas que le hice sobre su tipo de juego, si era agresivo o estratégico, o sobre cuáles eran sus movimientos favoritos, entre celadas o gambitos, o qué aperturas eran las que más usaba, respondía con una seguridad imposible: todas, decía. A su edad —recién cumplía ocho a mediados de noviembre, tres semanas máximo— el ajedrez definitivamente lo veía como un juego, pero no como uno cualquiera y del montón. Nada más seguía siendo un niño, incapaz de sostener una conversación seria, ajena a su edad. Como dicen, la precocidad se puede dar en la música, en las matemáticas, mucho más allá llega la poesía, y ni que se diga de la novela, la gran literatura, que requiere una madurez que no se alcanza a la edad que ahora tiene Tony. Por otro lado, su madre se quejaba de que no tenía dinero suficiente para mandarlo a Georgia —viajar con él, pasajes de ambos incluidos, ida y vuelta, sin olvidar la estadía—, donde se celebraría el Campeonato Mundial de este deporte. Me nominó el monto, abundó con los detalles, hasta me hizo pensar que creía que yo se lo podía conseguir. Me ha pasado en más de una ocasión, gente que cree que con el periodismo todo lo malo se puede cambiar, una vez hecha la denuncia, publicada la nota, subrayada una verdad, y, como varita mágica, los problemas empiezan a diluirse, los árboles torcidos a enderezarse, o, en el mejor de los casos, se logra que éstos simplemente se difuminen. Me pasó con un artículo —quizá el más extraño de los míos— que hice luego de una conversación con el reputado pianista Carlos Rivera Aguilar8. Ya pactada la cita, esperando en la amplia sala de los Rivera, dos pianos de cola en cada extremo, me aventuré a tocar una pieza en uno de ellos. Escogí el Nocturno Nº 2, Opus 9 de Chopin, bastante famoso, quizá demasiado, para el contexto. A la mitad de mi modesta interpretación entró Carlos Rivera, con el humor un tanto desencajado y sombrío por mi desvergüenza de tocar frente a un maestro sin haberle pedido permiso. El caso es que luego de la entrevista, en la que nada anoté, todo lo almacené en mi memoria para luego redactarla sin contratiempos, porque versó sobre temas musicales familiares para mí y nada que tenga que ver con las respuestas singulares de un personaje: en dos palabras, fui a sonsacarle datos para luego manufacturar un trabajo que me interesaba sobremanera. (Esto debido a que ya antes se hizo una portada de Artes & Letras sobre la base de una entrevista con Rivera Aguilar, y para ese entonces en el semanario no se acostumbraba repetir un mismo tema, al menos no una entrevista al mismo personaje —pero cómo cambian hoy las cosas, hasta yo que no soy asiduo, entrevisté dos veces al burgomaestre Juan Manuel Guillén Benavides, aunque una entrevista terminó publicándose en una revista literaria—, por eso fui listo para inquirir sobre el piano, y los grandes compositores que se desvivieron por descubrir los secretos de este instrumento, entonces simulé que fue Rivera quien escribió la nota, yo no la firmé, excepto la marca al final de producto registrado, que la hacía pasar como rúbrica de mi trabajo.) Pero no voy al grano. Una vez que hiciera las fotos —se vistió de frac, como si fuera a dar un concierto, pues quería luego que se las enviase a su correo electrónico, cosa que hice, mas nunca recibí confirmación de si llegaron o no, a pesar del par de mensajes que redacté apelando a su cortesía—, en una de esas esperas, mientras se alistaba, hablé con su hermana, que tiene el nombre de uno de los personajes femeninos de una ópera de Pietro Mascagni (según me dijo) que con frecuencia olvido y tengo que esforzarme para que regrese a mi mente: no, es inútil, hoy me parece que lo he perdido por completo; la que, apenas se vio libre de la férula de su hermano, empezó a rogarme que denunciara —sí, denunciara— los magros pagos que recibían los artistas por su labor en la Orquesta Sinfónica de Arequipa —su hijo, un conocido barítono del medio, era el desfavorecido—, o por pertenecer al coro que trabajaba con ésta, que apenas si les pagaban, y que si El Búho se ponía manos a la obra, el bolsillo de su hijo volvería a acostumbrarse a aquellos billetes esquivos, casi olvidados.
Igual la mamá de Tony hablaba de dinero, lo solicitaba. Sociedad en busca de dinero, desde todos los estratos sociales, pensé sin molestarme. Felizmente ya estaba por terminar el encuentro con el precoz ajedrecista. La nota sería publicada —por estos atrasos inevitables que conlleva un semanario: las inactuales se cierran los jueves, pero se publican casi una semana después— apenas un día antes del vencimiento del plazo límite para el viaje a Lima, y alcanzar al Campeonato Mundial, que ya se hallaba casi sobre la marcha, y al que por suerte, según publicaron otros medios días después, Anthony Gonzáles Borda pudo asistir. Por poco y todo el contexto del artículo (el ángulo de éste apuntaba a la sensibilidad deportiva de las autoridades pertinentes del caso) quedaba fuera y hubiera, sin querer, dejado no muy bien parado al periódico por un argumento de incongruencia temporal. Muchas veces las inactuales, no lo llegan a ser tanto. Y es preciso estar más al pendiente de lo que va a ocurrir al momento de publicarse las informaciones. Antes de retirarme llegué a conversar unos cinco minutos con Tony, lejos de su mamá, que se quedó por segundos en el estar del costado, pero mis intentos por extraer alguna frase valiosa fueron en vano, tuve que irme nomás y redactar lo que a la postre apareció publicado.

Al día siguiente, un viernes de hecho, corregía la ortografía de las notas de mis, me atreveré a decir colegas (previo título de por medio), buscando cuál sería mi próxima faena periodística. Hasta el martes de reunión siguiente no había «víctima» que entrevistar. Ya se habían ido todos y sólo quedaba Mabel en la oficina. ¿Nos olvidamos de la Galería?, se acordó. ¿Y ahora? Por suerte había en uno de los periódicos que atracan en el semanario, una nota informativa acerca de un joven tenista, que ni llegaba a la pubertad, y que estaba pasando una muy buena racha, e iría a un campeonato sudamericano dentro de poco. Yo antes le había comentado a Mabel, en tono quejumbroso, que de tres entrevistados, dos no eran entrevistables. Más de la mitad de los que me tocaron me hicieron sentir todo menos practicante de comunicación, especializado en periodismo; sino arqueólogo de campo, escarbando farallones con tal de lograr algún hallazgo cultural; minero picapedrero, a ver si conseguía una piedra preciosa, luego de cincelar hasta el cansancio con el pico; prestidigitador abatido, haciendo malabares verbales con las palabras a fin de convertir balbuceos en articuladas frases coloquiales, que simulen respuestas. Obvio que exagero, pero al parecer se vislumbraba un nuevo y arduo camino por delante. Y en esta ocasión, me tocaría otro niño, qué se le podía hacer. Una decepción se cernía sobre mi nublado porvenir, acaso la piedra en el zapato que atrasa el caminar o tal vez la latosa picazón del brazo aguijoneado que nos escuece a todas horas y nos hace fruncir el entrecejo. La misma cara de desazón creo que rondó en los rostros de todos los varones de El Búho cuando, de la noche a la mañana, nos enteramos que Miriam Paredes, la bella coordinadora del semanario, se había casado: un firme motivo que restaba ánimos a la hora de asistir a la oficina, luego de unas cortas vacaciones, que, por esta vital noticia, parecieron años. Para el momento de la designación del joven tenista para la Galería, Napo —es decir José Luis Márquez, pero en el semanario, más conocido como Napo, entiendo, el apócope de su tercer nombre—, uno de los reporteros que entró a hacer prácticas como yo ahora, pero que se quedó merced a su dedicación y trabajo, de regreso por ahí, resaltó la coincidencia: Parece que has vuelto sólo para entrevistar niños. Lo dijo sin ganas de incomodar, por supuesto, pero vaya que se habían marcado hoy las diferencias, de las «celebridades» del mundo de la cultura y del arte, que merodearon por Arequipa hace pocos años, pasar a las jóvenes promesas (o en otros casos, mortecinas) que hoy me tocaban, había un ostensible cambio, que al menos llamaba la atención.

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