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lunes, 28 de abril de 2014

Bendita manía de contar

Y es que cuando alguien narra como Alfredo Bryce Echenique, el codiciado Premio Planeta puede ser ganado. Y Bryce ya lo ganó, por seguir escribiendo con el estilo que nos tiene acostumbrados, único, ágil, ligero: el vuelo de la pluma que baila, sin miramientos, con el natural soplo del viento.


Cuando uno empieza a escribir debe sortear muchos obstáculos. No ahogarse en el mar del lenguaje ni atragantarse con un vaso de agua, escaso de letras, que se apuró a la ligera. Hay que saber tratar las palabras, amoldarlas y ofrecerles todo el cariño posible. Habituarse a ellas.
Una cosa más importante aún es tener algo que contar. La página en blanco jamás debe llenarse con banalidades que ni al propio autor terminarán por convencerlo. La historia no debe ser, además, muy extraordinaria ni revolucionaria. Suficiente con saber tratarla y contarla. Aquí nacen los mejores escritores, aquí sí se les reconoce. El papel en blanco es el espacio de la mente que la palabra organizada anima y recrea.
Alfredo Bryce Echenique no es un escritor. Es algo mejor, o lo es dos veces. Para él, el escribir no es una labor de alquimista o demiurgo, que pretende encontrar la piedra filosofal o crear un mundo a su antojo. Para él la labor de la escritura es simplemente un asunto más sencillo y noble.
Escribir no es algo fácil. Muchos riñen con la escritura y se dedican a la mundana palabrería, hablar y hablar hasta por los codos. Todo lo contrario le ocurre a Bryce, donde sus libros se redactan tal cual se habla, sí, pero son obviamente estilizados con la sencillez del buen decir, claro y conciso. Como más o menos diría Paul Valéry, libros que son redactados cuando existía la manía por hablar bien.
Por eso muchos lo consideran el antónimo del «escritor» tradicional. Bryce, antes que un pedante pensador que se ufana de las oscuridades que dibuja con las palabras, es un amigo y confidente de aventuras. Que no oculta la claridad de su pensamiento, que no tiene miedo de ser comprendido por el resto de mortales, pues sus escritos convencen en el primer golpe, al primer round.
A él se le consulta igual que con la almohada antes de acostarse. Uno frecuentemente siente que será comprendido. Pues hace las veces de la conciencia: el yo niño más puro que todos llevamos dentro. Es fácil tomarlo como si fuera nuestro confidente, dan ganas de contarle todo, porque no tiene las ínfulas del intelectual aburrido e incomprensible que sólo busca premios y reconocimiento a diestra y siniestra.
Pero Alfredo Bryce Echenique cuenta con muchos premios en su haber. Desde el Seix Barral que ganó en el 70 (y lo compartió con Donoso) hasta el reciente Premio Planeta, que le otorga una considerable suma de dinero para poder extenderse a sus anchas. Aunque aquella distensión no es muy necesaria para una persona que creció entre una considerable fortuna familiar que venía de generaciones atrás.
Bryce posee un amplio conocimiento de la cultura universal, pero con la humildad que se recibe de la estirpe con nobleza, no tiene desesperación por presentar sus novelas con adornos excesivos. Aquí no hay arte churrigueresco. Sus escritos son ricos en datos fáciles de entender (mas no de conocer por uno mismo), que demuestran un profundo conocimiento de la literatura, la geografía, la historia del mundo entero, y los expone no con una utilización densa del lenguaje.
Incluso hace que por esto se quiten las ganas de llamarle por su apellido, sino, más bien, por su nombre de pila. Y para rematar, que éste sea pronunciado en diminutivo —sabemos que por esto no sentiría que se le falta el respeto. Y es que la ternura, su ternura, produce una vinculación más estrecha con el lector. A propósito de su ternura, un párrafo dedicado a ella.
Todos dicen que es el escritor más tierno que existe, que despliega mayor ternura que ninguno. Nadie se equivoca. Aunque estar en lo correcto no sea una virtud de las mayorías (verbigracia: la política, las elecciones, la democracia), en Bryce Echenique el resultado que se proyecta es el acertado.
¡Quién no se sorprende por esa pureza de corazón dentro de personajes tan parecidos a él! Aquí aparece un provechoso intercambio: o los personajes de sus novelas tienen rasgos muy similares a él, o Bryce —como exagerado que es— terminó ni más ni menos pareciéndose, sin darse cuenta, a los individuos que provienen de su propia imaginación.
A sus años fue muchos personajes y tal vez ya se olvidó de sí mismo. Quizás se extravió entre la lectura de una biografía afiebrada, una novela bellamente redactada, o un Johnnie Walker, etiqueta azul, recién comprado: la añoranza por sí mismo, por haber sido diversos hombres que viven hasta las últimas consecuencias.
Por su carácter exagerado, la vida bohemia no tarda de acometerlo, de aprisionarlo e inspirarlo. Si beber whisky o champagne casi todo el tiempo provoca una escritura tan definida, pues muchos escritores que se inician ya tienen una receta para seguir. Pero no, la lucidez no se contagia por recorrer similares caminos.
Un tema que se le inquiere frecuentemente a Bryce versa sobre la estructura de sus novelas, de si éstas adolecen de una planilla estudiantil o si gozan del privilegio de obtenerse a través de la libertad de creación; de si son el resultado de afiebrada inspiración:
La respuesta es ambigua, no del todo clara, pues cuando uno se abandona a la creación de su obra —en palabras de Bryce— trata de olvidarse de toda la teoría literaria que él mismo enseña en la universidad. Trata de rechazar el manejo de estructuras que apaga el placer de la lectura, que opaca la chispa de lo que es más importante a fin de cuentas en la literatura: la distracción, pasar un buen rato, abstraerse de la realidad para alimentar el espíritu.
Por eso a simple vista sus obras son fáciles de leer, lo son. Pero subrepticiamente, inconscientemente, uno no puede olvidarse de lo que ya aprendió. Y Bryce utiliza recursos literarios sencillos, claro, pero que revelan una técnica magistral que le sale natural, y es envidiada por muchos.
El humor. Para reír hasta que duela el estómago. Con una ironía agria y elegante escarba con mucha profundidad el mundo que vivió de cerca en la infancia y que continúa disputando en la actualidad a una edad física más madura. Burlarse de la sociedad, de galanuras ridículas y fatuidades constantes, hacen que con su incisiva lucidez explote estos temas por muchos años intocables.
Bryce es muchos personajes: se pierde entre ellos, comparte experiencias, se enreda; pero no se anuda, no se ata, sigue siendo libre. Se olvidó de ser él y quedó confundido entre la añoranza del ayer, de días pasados que nunca le terminaron de gustar, pero que sí le dieron material fresco y caliente para explotar.
Se le recordará con la mirada soñadora en una guía triste de Lima, atravesando el huerto de su amada, tranquilo, con algunos tragos en la cabeza, pensando en un mundo para él o reflexionando por qué fue tantas veces Bryce. De si tuvo la vida exagerada de sí mismo, sabiendo que muchos ya no lo esperan en abril, porque consideran que alguna amigdalitis le estará desollando la garganta o si finalmente terminó de convertirse en un reo de nocturnidad, solitario.
Bryce unido con la nostalgia está. La nostalgia de una vida que posiblemente perdió en los intrincados parajes de los libros, el trabajo literario y los interminables viajes alrededor del mundo, que no hacen más que convertirlo a uno en gitano, sin raíces. Pero siempre recordando, y llevando dentro del corazón, una Lima odiosa, pero inolvidable; un Perú problemático e insufrible, pero irreemplazable.

Octubre, 2002.


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