El Día del Periodista estaba casi encima de nosotros. Había
que hacer una nota al respecto, tomar las cartas en el asunto y redactar un
honorable apunte para que el gremio no se sienta ignorado por el semanario.
Quizá también todo este ajetreo de última hora resulte rentable. Recibo una
llamada en la que Jorge Álvarez —colega del semanario que me estima tanto como
Fátima, incondicionales compañeros—, y ahora el editor de la página donde al
parecer iba a escribir siempre, me dice que vaya a buscar al veterano
periodista MAROVE. ¿Lo conoces, no?, me preguntó. Claro, mentí a medias. Había
oído hablar de él, en mi época de trabajo en el semanario, lo había leído,
puesto que publicó unas cuantas veces en la página de opinión. No era necesario
que me diera el tema por el que debía girar la conversa, lo intuí casi de
inmediato, pero igual me la subrayó a través del auricular: el periodismo de
antes y el de ahora. La nota de antemano debía ser crítica, pues esto es lo que
al credo del semanario nos resulta casi como una ley, resaltar las diferencias
entre el periodismo de a diario con el que se hace en este medio, el que se
entrega de semana a semana, en dilatadas infusiones de prensa, que deben luchar
para que su efecto y contundencia duren siete días en la mente del lector, y no
se diluyan en las catacumbas del desinterés y la indiferencia.
A la segunda llamada de Jorge —amablemente él se encargó de
pactar la cita y todo— estuvieron confirmados el lugar y la hora, cuatro y
media de la tarde en la casa del rutilante Manuel Rodríguez Velásquez, más
conocido dentro del mundo periodístico a secas como MAROVE. La manzana en la
que se ubica su casa está, cualquiera diría, a propósito, camuflada entre las
otras. Caso curioso, se cruza una pista y continúa la numeración de la misma
manzana en la siguiente cuadra. Por estos enmarañados motivos, llegué un poco
tarde, afortunadamente apenas unos siete u ocho minutos después. Tenía la
particular premura de llegar en punto puesto que, como me había dicho Jorge por
teléfono, cosa que yo no creí que sucedería, MAROVE me iba a estar esperando en
el jardín. Y ahí estaba él, una leyenda del periodismo arequipeño, al pie de la
puerta de su casa, expresando —sin querer— el pleno ocaso en el que ya se
hallaba sumido.
Soy el redactor del semanario El Búho, le dije, y sin apenas
divisarme, confiado, me dijo que pase, que lo siguiera por la entrada de
servicio, pasando por un callejón, el patio, la cocina, el vestíbulo, hasta por
fin llegar a su estudio, rodeado por unos cuantos libros, encerrados tras la
vitrina de ciertos muebles de antigua factura y algo vetustos. El típico
desorden intelectual de la que pocos pueden librarse. Se sentó en su
escritorio, y, sin mucho preámbulo, empecé a sondear la historia de su vida en
el ejercicio periodístico. Ni bien había realizado la primera pregunta, ya me
estaba acercando un anillado redactado a manera de autobiografía, que empezaba
con un poema escrito por él, sobre las severas inclemencias económicas que
atravesó a lo largo de su vida. Unas ganas incontenibles de comunicarse —el
entusiasmo desbordaba hasta niveles inenarrables— manifestaba MAROVE, hace
tiempo que no debe ser atendido por los medios, como se debe, atiné a pensar,
lo que redobló mi prudencial desconfianza. Innecesariamente mostró el semanario
que había salido esa semana, abundó en halagos y exageró (a mi parecer) diciendo
que leía todas las páginas; muy interesante, muy interesante, afirmaba, yo
siempre leo El Búho. Casos de lectores fieles por supuesto que los hay, pero lo
que me decía en un principio me pareció que era con el único propósito de
ganarse mi simpatía. Esto no hacía más que mi escepticismo se avive, y adopte
por momentos una postura distante y cautelosa, que fue difuminándose mientras
más tiempo pasaba en su amena y cultural presencia.
Dos años más y cumple ochenta, este anciano menudo y ya casi
ciego, con un rostro apenas surcado por arrugas, que delata una piel recia y
firme frente al inevitable desgaste de la vida, pero sí con los ojos casi
inútiles —contaba los pasos para avanzar entre espacio y espacio, conocía su
casa de memoria, pero ya no la podía ver—: el derecho, con los párpados
sellados entre sí; y, el izquierdo, lamentablemente orlado por una carnosidad
sobresaliente, ubicada al borde de la ceja, cerca de la raíz de la nariz,
juntándose con el párpado, que apenas permitía abrirlo, por lo menos para
aparentar que veía más allá que vagas formas, algo de luz y simular que podía
evitar la opacidad de las paredes y conducirse, sin problemas, por el espacio
libre de obstáculos. No sabía a qué se debía esta protuberancia, pero estaba
seguro que debió ser la causa principal para que perdiera la visión en ese ojo.
Primero quería enterarme de su desenvolvimiento dentro del mundo del
periodismo. Empezó desde muy chico, publicando desde el colegio un pequeño
trifoliado, en el que se encargaba, además de redactarlo e ilustrarlo, de
repartirlo y recibir a cambio algún obsequio, de preferencia algo para el
refrigerio y así disimular el hambre. Orgulloso de sus inicios humildes, sabía
que poseía el talento de la comunicación, si bien me confesó que entonces aún
no escribía muy bien (ya en su adolescencia le encargaron en Noticias —diario
extinto al que llegó no necesariamente para hacer periodismo, sino como
corrector de pruebas— una nota en el Concejo Municipal sobre las fiestas
navideñas que se avecinaban, la que le salió mal y fue puesto de patitas en la
calle), sin embargo, más tarde, llegaría a ser uno de los cronistas con la
pluma más exquisita y tornasolada de Arequipa. Mientras conversábamos, con la
«reportera» sobre el escritorio, como vigilándonos, cada anécdota que me
refería venía arropada de datos exactos, nombres completos y fechas recordadas
al dedillo, como un colegial que da su lección oral, lo que me provocaba cierta
extrañeza y a la vez simpatía. Mucha gente mayor, como dicen, de la «tercera edad»,
guarda una contabilidad del pasado más rica y soberana, la atesoran como lo más
valioso que pueden ofrecer a los demás, y cuando difunden sus vivencias, los
ojos se les abrillantan, se renuevan por dentro y, por afuera, terminan
irradiando lozanía y vida. En tres palabras: vuelven a existir.
Iban y venían preguntas, ya había conseguido un nutrido
cuerpo de antecedentes, o como le llaman los profesores de comunicación, el
famoso background, entonces comencé a abordar el tema del periodismo, el Día
del Periodista, a instarlo a que realice comparaciones, cuente anécdotas del
pasado, esta vez versadas ya no tanto en su experiencia personal, sino en
cuestiones del oficio. Dijo cosas interesantes, reflexionó sobre los alcances
del oficio y despotricó contra los periodistas actuales, pero siempre sus
respuestas «alzaban vuelo», se le iban sin querer de las manos, y terminaba
contándome algo muy de su cosecha. No estaba mal, tampoco se trataba de
ocultar, ni mucho menos deslucir o desacreditar al personaje, ni de no darle
cabida y jamás atender a sus propias preocupaciones, a sus propias historias.
Pero cierto era que ya abusaba de sus datos, de los nombres completos de sus
condiscípulos de infancia —que, más tarde me di cuenta, no llegaron a ser
personajes «históricos», aunque él me daba a entender como si lo fueran—, de
los días exactos o de las razones sociales a las que pertenecieron las empresas
en las que trabajó, hoy letra por letra olvidadas para la gran mayoría. Un tema
espinoso al que arribó sin poca intención fue la denuncia que pesó sobre él en
el diario El Pueblo, luego de casi cuarenta años de esforzado trabajo, los
dirigentes quisieron sacárselo de encima por lo bajo, y de una manera extraña,
juicios de por medio, previas acusaciones de fraude y enriquecimiento ilícito,
que no me quedaron del todo claras; una vez que me explicara al detalle lo
sucedido, yo sabía que me había sumergido en aguas proscritas. Nada de lo dicho
iba a pasar el filtro final de edición (ni tampoco el mío), para ser publicado.
Peor aún con lo que me dijo sobre el ex director de Arequipa al día, y su
malacrianza —que fue como la calificó— al maltratarlo y no pagarle el plus
convenido que por año y medio de colaboraciones hiciera MAROVE con
inquebrantable esfuerzo, y que Carlos Meneses Cornejo, en ese momento,
flagrantemente despreció, aventándole el recibo por honorarios a la cara. La
nota debía ser picante, pero tampoco tenía que sacar roncha. Aporté mi grano de
arena para que MAROVE culmine su vejez en tranquilidad y sin repentinos
contratiempos ni furores incontenibles por parte de los afectados (si se
interesarían también por tomar cartas en el asunto), desplazando sus
catatónicos y cataclísmicos comentarios por aquellas frases más conservadoras e
inofensivas, que tampoco dejaban de ser interesantes.
Sin embargo, no todas sus palabras fueron digresiones
carentes de valor periodístico para la actualidad —es decir, publicables—,
algunas coincidieron con puntos de interés, por lo menos míos, que desarrollé y
escudriñé a sabiendas que no serían incluidas en la entrevista. Recuerdo que el
mismo procedimiento seguí cuando entrevisté a Raúl Huerta, un esforzado
cantautor arequipeño que reside en Suiza, y que de año en año retorna a su
ciudad, quizá para darse ánimos de seguir manteniéndose en la brega. Inquiría
sobre su sistema de composición, de si escribía en partitura y con todas las
reglas que exige el pentagrama, de cómo le iba con los varios idiomas que se
necesitan para desenvolverse en el viejo continente, de intestinos asuntos de
la música, como su sistema de composición o del santiamén mágico aquel en que
intuye que los sonidos que acaba de producir con su instrumento son materia
para una canción, le preguntaba sobre sus avances dentro del orbe de la
industria, dejando clara mi inclinación como entonces proyecto de músico, dale
que dale en pañales, además, confirmando lo difícil que es abrirse camino en un
terreno donde prima cualquier cosa —llámese oportunismo, especulaciones en pos
del mejor negociado o simplemente suerte— antes que el talento y las ganas de
hacer música con la sinceridad que proviene desde lo más profundo de las
entrañas. Aquella entrevista, una de las primeras que hice, fue pactada por el
colaborador oficial de El Búho de esta sección, otra vez, mi colaborador de
contactos, Jorge Herrera, y la realicé de casualidad en Radio Melodía, adonde
el cantautor iría a dar una primera entrevista y luego estaría libre para
atenderme. Fuimos a una cabina que en ese momento no se estaba grabando y
también nada se trasmitía, al parecer la de FM, en cuyo cuarto de equipos se
encontraba el actual conductor del noticiero matutino de América Televisión,
Nilton Garay, que, candorosamente, creyó que la entrevista la iba a hacer para
la radio y casi sin darme cuenta ya estaba encendiendo los equipos, conectando
los micrófonos, mandándonos al aire; felizmente pude detenerlo a tiempo.
Continuando mi estadía en el estudio de MAROVE, a la mitad
de nuestra conversación, y partiendo de la nada, mencionó el tema de sus
libros; yo no se lo había pedido, claro, como muchas de las frases importantes
que astutamente deslizó, a su juicio, pertinentes e ilustrativas, y que debían
constar impresas en la entrevista; pero al momento de mencionar el juicio del
último fusilamiento ocurrido en esta ciudad, en su libro sobre historias
importantes del siglo recién pasado, yo agucé mis oídos y le di cabida con
innumerables repreguntas, liquidando mis inquietudes. A inicios de la década
del setenta, durante la dictadura de Velasco Alvarado, Víctor Apaza Quispe fue
el último arequipeño pasado por las armas, sepultado en el ala derecha del
cementerio de la Apacheta (al personaje lo conocí de casualidad, por las
constantes visitas que hiciera a ese apacible lugar una vez terminado el
colegio, y que incluso traté de familiarizarme un poco más con su historia,
luego de haber inquirido a los feligreses de éste, al que llaman santo, sobre
él debido a una nota que intenté hacer para el canal de televisión de la
universidad san Agustín, nota que lastimosamente terminó trunca), y del que hoy
dicen, hace milagros después de muerto, muerte que sospechan injusta los que
todavía recuerdan su sentencia; un fusilamiento inhumano, sostienen aquellos
que le llevan flores y le rezan y se persignan frente a su siempre emperifollado
y muy concurrido nicho, no sin antes haber pedido los milagros que necesitan.
En dos palabras MAROVE me dijo lo que imaginaba: Sí, es un asesino, mató a su
esposa y trató de ocultar su crimen con triquiñuelas y coartadas; nada quedaba
por refutar. Mas de tal acontecimiento, impulsado por los pobladores más
crédulos de la ciudad, Arequipa cuenta hoy con un santo popular que atiende
demandas de cantera y esquina, para beneplácito de quienes gustan de tener casi
todo propio y a la mano. MAROVE estaba lleno de historias, anécdotas que
hubiera deseado abordar con mayor profundidad, pero que sabía no calzarían con
la temática que me traía frente a su presencia, el Día del Periodista. Fue por
eso que quedé en regresar algún día, escribí su teléfono en mi libreta de
apuntes (imposible saber que la iba a echar de menos en muy poco tiempo), y
hasta nuevo aviso. Ya era tiempo de pensar en la siguiente Galería.
Antes de irme, MAROVE le preparaba un regalo para la
directora del semanario, su querida amiga, Mabel Cáceres. Como también se
desenvolviera como profesor de la Escuela Superior de Arte, Carlos Baca Flor,
habiendo aprendido las artes pictóricas de la forma más empírica posible, tenía
un sinfín de cuadros en su haber, también pequeñas ilustraciones hechas a la manera
tradicional de la acuarela arequipeña. Entre una serie de diez de estas
últimas, me pidió que escogiera una para la directora del semanario. Hecha mi
selección llamó a su hermana (¿o quizá hija?), para que redactara la
dedicatoria. Casi dictó letra por letra, coma en tal lugar, esa palabra con ce,
tilde en la a, y punto final al final. No es difícil deducir que en ese
instante pensé en un Borges octogenario y afecto a las entrevistas. Faltaba su
firma, preguntó en qué lugar la debía poner. Más o menos apuntó en el blanco,
hace mucho tiempo que MAROVE sólo debe rubricar sus iniciales, su ceguera es
casi absoluta; sin embargo, cuenta con una lucidez envidiable. Tenía un
presente en mis manos, igual como aquella vez del concierto de rock en Cerro
Juli, cuando se presentaba oficialmente por primera vez el roquero peruano Rafo
Ráez en la blanca ciudad, y luego de la entrevista casi grupal que le
hiciéramos varios degustadores de su música, obsequió su último álbum, Camisa,
el cuarto en su haber, con dedicatoria y todo, escribiendo luego mi nombre y
sin olvidarse de la gente de El Búho; pero no quedaba muy claro quién
conservaría el disco. Como yo fui el que redactó la nota, habiéndola hecho en
un estilo ligero, con ciertas pinceladas de argot callejero y juvenil —que no
me entusiasman mucho, pero que fueron utilizadas como un simple recurso, que en
ningún otro contexto hubieran resultado apropiadas—, fui el que conservé el
disco, no sin antes sentir una leve desaprensión que se me borró con la
publicación de tal escrito.
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