Un niño de siete años cumplidos gana para el Perú los
premios más codiciados de ajedrez. Torneo en el que ha participado, torneo en
el que ha logrado una medalla. Su nombre es Anthony Gonzáles Borda, más
conocido como Tony. Una noticia en la última página de un diario local hizo de
nexo. Había que buscarlo en el Instituto Peruano del Deporte, IPD, para poder
redactarle una Galería.
Miércoles, medio día, rondando el Coliseo Arequipa, buscando
a Luis Ponce Arroé, todopoderoso del deporte, como quien dice, el más-más. Por
eso mismo ni lo llegué a ver, fui derivado a un tal Samuel Cuno, que se había
ido de refrigerio y regresaría a las dos de la tarde. Una secretaria me decía
esto, me dio un número telefónico, para que lo llamara a la hora acordada.
Había pedido los datos del ilustre ajedrecista, la única manera cómo
contactarme. Me dieron el celular de su mamá, Gladis. Convine con ella una cita
para el día siguiente, en un lugar de La Negrita, apuntando el medio día, adonde
Tony gustoso iba a practicar ajedrez con la frecuencia de un dependiente. Esto
de convenir citas para las entrevistas es tema de continuo para los periodistas
y redactores, y las he llevado a cabo en lugares inverosímiles. Recuerdo una
muy fructuosa que le hice a la consagrada poetisa Rosina Valcárcel en la salita
de estar del segundo piso de un hotel con el prestigio más o menos disminuido.
Congenié con ella, me obsequió un poemario de su autoría, uno de sus mejores en
su haber, celebrado por la crítica, al menos. Pero, lamentablemente, la nota
fue realizada sólo para una Galería. Aun así la recuerdo nítidamente, toda una
mujer de letras, centrada y conversadora, poseedora de aquellas cualidades
intelectuales que se necesitan para recibir en vida el reconocimiento debido,
pero hoy, para variar esa faceta inevitable y en general conocida, se me da por
renombrar sus esbeltas y largas piernas que se le moldeaban a través de la
falda de su florido vestido, y que ese día se me antojaron muy sensuales, sobre
todo por el lugar donde nos encontrábamos... Para dar con la casa de La
Negrita, tardé más de la cuenta, pasé por delante de ella, regresé y volví a
ir. Otra vez la numeración me brindaba una mala pasada; parecía que el local
donde practicaba Tony quería ocultarse de la vista de los demás. No sólo era el
local, también su mamá deseaba que éste pasara desapercibido, pues se trababa
de una institución algo singular frente a las demás: un centro mormón, del que
la señora madre del pequeño campeón se preocupó de que este detalle no sea
registrado en la nota. Era evidente que no tenía por qué preocuparse. A mi
entender la postura religiosa no tiene por qué sumar ni restar crédito alguno a
las personas.
Apenas crucé la puerta, luego de tocar el timbre del
intercomunicador, que por nadie fue utilizado, pues la reja se abrió
automáticamente, como si me estuvieran esperando (lo estaban haciendo, a pesar
de la advertencia de la madre, que me dijo que mejor me haga pasar sólo como un
amigo de Tony, y no como un redactor periodístico que venía a realizar una
entrevista, porque sino, quizá no me iban a permitir el ingreso), entonces la
reja se abrió crujiendo sus barrotes metálicos contra la loza de laja, al mejor
estilo de las películas de suspenso, sólo faltaba que apenas cruzara el umbral,
ésta se cerrara automáticamente anticipando mi perdición. En la sala de espera
se encontraba la señora Gladis, confirmó mi identidad y me dijo que luego de un
rato podría charlar con su hijo, aún estaba practicando con su instructor, el ajedrecista
Edwin Condori, del que no llegué a averiguar si era un simple aficionado o un
notable maestro que tal vez había desarrollado su vocación por el ajedrez en el
campo profesional y competitivo, y en sus ratos libres se dedicaba a instruir
jóvenes promesas del deporte de la mente. No fue necesario esperar mucho,
cuando se enteraron de mi llegada, al instante el niño ajedrecista ya quería
verme; Tony se mostraba risueño, muy movedizo —características que destaqué en
la nota— pero, por encima de lo mencionado, algo que para nada me entusiasmaba,
corto de respuestas, motivo capital de haber adoptado la crónica (mejor dicho
la semblanza, la descripción de un personaje a través de un volátil artículo)
en lugar de la ahora estilada entrevista. Apenas abría la boca, respondía casi
con unos inquietantes síes y noes que me hicieron recordar a Santiago
Hermosilla, aunque la causa de su parquedad no fuera precisamente el fastidio
de atender a una entrevista, sino ser niño y andar por demás distraído,
maravillado por la grabadora, queriendo tomar fotos con la cámara digital,
desordenando las fichas de ajedrez para luego volverlas a poner en su sitio, y
un largo etcétera.
La mayoría de respuestas las atendió la señora Gladis. Para
entonces ya habíamos ingresado al salón contiguo a la sala de estar donde
practicaba Tony, di la mano a su instructor, que con oportuno tacto se retiró y
nos dejó a los tres en la clase, su mamá se sentó en una carpeta, igual a las
que antes se encontraban al por mayor en las aulas de la universidad, de metal
e individuales, a unos cuatro metros de nosotros, y yo fui a la mesa en la que
se hallaba el tablero de ajedrez, hecho de un material para mí difícil de
definir, parecía una especie de tela gruesa o cierto tipo de plástico, cuya
fabricación cualquiera diría se quedó a medio camino entre los individuales
para el almuerzo y los «pads», o alfombrillas de ratón, donde éstos pasean para
operar con facilidad el monitor de la computadora. Total, el hábito no hace al
monje. Tampoco tenía que estar jugando sobre un tablero de ajedrez
manufacturado en roble y con piezas de diseño, que los hay de mil y un estilos.
Un campeón de fútbol pudo haber empezado pateando una pelota de trapo, jugando
descalzo y en plena lluvia agripado. En el Perú, crecer contra la adversidad,
es tema de todos los días. Porfirio Mamani Macedo6, otro poeta que por suerte
me topé en mi haber periodístico, a pesar de que radica en Francia hace mucho,
tampoco contó con todo el apoyo logístico y familiar para convertirse en vate, en
ladrón de fuego. Estudió leyes en santa María, a san Agustín fue para dedicarse
a las letras, escogiendo matricularse en literatura para hacerse poeta; más
tarde se desviviría por conseguir aquello que también desveló a los escritores
del mundo a inicios y mediados del siglo XX, ir a crecer artística e
intelectualmente a Francia. Lo logró, no sin muchos apuros. Sentados en las
frígidas sillas metálicas de un aula de la escuela de literatura de san
Agustín, situada en el primero de los elefantes blancos, como llaman a los tres
edificios neoclásicos que se alinean, en educada formación escolar, en la
inverosímil área de ingenierías, y luego de un pequeño recital poético que
diera junto a su amigo y escritor de su generación, también colaborador de El
Búho, José Gabriel Valdivia, y una vez que el joven auditorio de estudiantes de
primer año de literatura se hubo diluido, conversamos plácidamente sobre el
escribir, las posibilidades del ser y el sentir como peruano en el Viejo Mundo,
a qué se tuvo que acostumbrar y qué tuvo que enterrar para sobrevivir aun
siendo él mismo. Con su voz aflautada respondía a las inquietudes de mi charla,
casi cantando, subrayando que su entonación —ojalá sin querer, ciertos hábitos
a veces nos juegan malas pasadas— estaba más acostumbrada a desenvolverse entre
los campos elíseos franceses que a repetir las broncas palabras que una vez
dijera en plena sierra arequipeña, o a las que le fueron trasmitidas por sus
padres, apenas llegados del fastuoso altiplano cuando su nacimiento. Pasamos
revista a sus puntos de inspiración, él era un eterno enamorado, no cabía duda.
Una amistad llegó a perfilarse, mensajes por Internet que cruzaban el Atlántico
y más tarde otro encuentro, esta vez en un mejor lugar para el intercambio
intelectual —nada más por el confort que por el escenario— como un café del
centro, hicieron que con el estrenado doctor en letras Porfirio Mamani (título
obtenido en la Sorbona), el compartir y los alicientes literarios se
acentuaran. Aún le debo, en cariz simbólico claro, muchos escritos que me
instigó a que fraguara con la mayor irresponsabilidad posible.
Otro personaje consagrado del gremio poético con quien
entablé una amistosa relación, pero en este caso, tratándose de una
representante femenina que vivía en la ciudad, los encuentros podían darse con
mayor frecuencia, fue Gloria Mendoza Borda7, poetisa que también invocaba
elíxires de altura, es decir, enseñoreada en la poesía lírica que acaso
Polimnia pudo prodigar desde aquellos años de adolescencia, cuando cifró su
destino, no ha dejado de inspirarse hasta hoy en el mundo del altiplano, ese
inagotable orbe que envuelve sus poemas, no se desgasta y permanece fiel a
pesar de la distancia. Además, fue ella un enlace honroso y pertinente, que me
presentó en diversas ocasiones a los personajes de letras que visitaron la
ciudad, llegados de diversos lugares del país, para entablar con ellos las más
diversas conversaciones, o, en el mejor de los casos, difundir sus poemas en la
urgente página de poesía que distinguía al semanario. Rutinario problema
semanal éste el de conseguir la más variopinta poesía, refrescar la página de
literatura, agenciar cuentos y estar al tanto de lo nuevo publicado por aquel
espectro heterogéneo de escritores bisoños o consagrados de la región, para las
reseñas respectivas. La sección de Artes & Letras todo el tiempo me facturó
bravías coordinaciones y sudores de medianoche. Esforzándome por conseguir todo
el material habido y por haber, para publicarlo sin descuido en el semanario,
entablé lazos con los que se dedicaban a los poemas regularmente, con los que
preferían el cuento como insignia de su escritura en la ciudad, también, demás
está decir que hice el intento aun con los que radicaban en otros lugares del
país, gracias a Internet o a los viajes y visitas eventuales. Pero, aun así,
nunca faltaron las alentadoras lenguas mordaces, que siempre buscan las grietas
ajenas, las cuales afirmaban que yo sólo publicaba a mis íntimos compinches, y
tal vez me ufanaba de operar como el filtro privilegiado que elegía a quiénes
sí y a quiénes no, cuando con los que sí, sino todos, la mayoría, sólo mantenía
una cordial afinidad, de a lo más un brindis en una inauguración de arte
—lamentable pero cierto—, donde los asistentes sin temor a equivocarme son contados
y los mismos, habitúes de los Centros Culturales que se confunden con los
artistas o el puñado de los que hacen música. Todos, ramas de un árbol que
pueden, aunque sin mucha distancia entre sí, no distinguirse, pero provenientes
del mismo tronco que conforma esta poco frondosa mata de cetrinas hojas en su
otoño interminable. De esta modalidad de ejercicio periodístico, lo llamaré
así, sin esperarlo me beneficié de indistintas maneras: un buen día llegó a la
oficina el último trabajo del trajinado poeta puneño José Luis Ayala,
expresamente para renovar mis lecturas con su experimental y sugerente Cábala
para inmigrantes, obra entre la novela y la poesía, collage de fotografía con
sabios recortes de las revistas para adultos de circulación masiva, la creación
febril y con un atildado registro bienaventuradamente erótico. Por otro lado,
en la orilla opuesta, la de los inicios y las primeras publicaciones,
haciéndose de un nombre en las letras peruanas, el joven y desenfadado poeta
limeño Rafael García Godos, que, luego de viajar para observar la publicación
de sus poemas, correos virtuales de por medio, tuvo la deferencia de extenderme
muy afable sus agradecimientos en cada nueva publicación que ha realizado hasta
la actualidad. Muestras de afecto y consideración que nunca está de más
agradecer.
Entre tanto, gracias al ajedrez, Tony Gonzáles Borda pasaba
por niño genio, no sólo frente a su madre, sino hasta para las autoridades de
su colegio. Su mamá me dijo que lo habían promovido de año antes de tiempo
porque era muy buen alumno, demasiado, ya nada tenía que aprender en primero,
quizá en segundo su asistencia al colegio no sería tan inútil. Su mamá siempre
hablaba, respondía a lo que aún no había preguntado, la típica madre orgullosa
que se desvive por resaltar los logros de su hijo, tal vez también trataba de
disimular algo, algo que no tardé en darme cuenta y concernía al aparente
mutismo temporal de su hijo, porque Tony apenas quería contestar, movedizo,
juguetón en un principio, luego parecía que ciertos nervios se apoderaban de él
al momento de hablar. A las preguntas que le hice sobre su tipo de juego, si
era agresivo o estratégico, o sobre cuáles eran sus movimientos favoritos,
entre celadas o gambitos, o qué aperturas eran las que más usaba, respondía con
una seguridad imposible: todas, decía. A su edad —recién cumplía ocho a
mediados de noviembre, tres semanas máximo— el ajedrez definitivamente lo veía
como un juego, pero no como uno cualquiera y del montón. Nada más seguía siendo
un niño, incapaz de sostener una conversación seria, ajena a su edad. Como
dicen, la precocidad se puede dar en la música, en las matemáticas, mucho más
allá llega la poesía, y ni que se diga de la novela, la gran literatura, que
requiere una madurez que no se alcanza a la edad que ahora tiene Tony. Por otro
lado, su madre se quejaba de que no tenía dinero suficiente para mandarlo a
Georgia —viajar con él, pasajes de ambos incluidos, ida y vuelta, sin olvidar
la estadía—, donde se celebraría el Campeonato Mundial de este deporte. Me
nominó el monto, abundó con los detalles, hasta me hizo pensar que creía que yo
se lo podía conseguir. Me ha pasado en más de una ocasión, gente que cree que
con el periodismo todo lo malo se puede cambiar, una vez hecha la denuncia,
publicada la nota, subrayada una verdad, y, como varita mágica, los problemas
empiezan a diluirse, los árboles torcidos a enderezarse, o, en el mejor de los
casos, se logra que éstos simplemente se difuminen. Me pasó con un artículo
—quizá el más extraño de los míos— que hice luego de una conversación con el
reputado pianista Carlos Rivera Aguilar8. Ya pactada la cita, esperando en la
amplia sala de los Rivera, dos pianos de cola en cada extremo, me aventuré a
tocar una pieza en uno de ellos. Escogí el Nocturno Nº 2, Opus 9 de Chopin,
bastante famoso, quizá demasiado, para el contexto. A la mitad de mi modesta
interpretación entró Carlos Rivera, con el humor un tanto desencajado y sombrío
por mi desvergüenza de tocar frente a un maestro sin haberle pedido permiso. El
caso es que luego de la entrevista, en la que nada anoté, todo lo almacené en
mi memoria para luego redactarla sin contratiempos, porque versó sobre temas
musicales familiares para mí y nada que tenga que ver con las respuestas
singulares de un personaje: en dos palabras, fui a sonsacarle datos para luego
manufacturar un trabajo que me interesaba sobremanera. (Esto debido a que ya
antes se hizo una portada de Artes & Letras sobre la base de una entrevista
con Rivera Aguilar, y para ese entonces en el semanario no se acostumbraba
repetir un mismo tema, al menos no una entrevista al mismo personaje —pero cómo
cambian hoy las cosas, hasta yo que no soy asiduo, entrevisté dos veces al
burgomaestre Juan Manuel Guillén Benavides, aunque una entrevista terminó
publicándose en una revista literaria—, por eso fui listo para inquirir sobre
el piano, y los grandes compositores que se desvivieron por descubrir los
secretos de este instrumento, entonces simulé que fue Rivera quien escribió la
nota, yo no la firmé, excepto la marca al final de producto registrado, que la
hacía pasar como rúbrica de mi trabajo.) Pero no voy al grano. Una vez que
hiciera las fotos —se vistió de frac, como si fuera a dar un concierto, pues
quería luego que se las enviase a su correo electrónico, cosa que hice, mas
nunca recibí confirmación de si llegaron o no, a pesar del par de mensajes que
redacté apelando a su cortesía—, en una de esas esperas, mientras se alistaba,
hablé con su hermana, que tiene el nombre de uno de los personajes femeninos de
una ópera de Pietro Mascagni (según me dijo) que con frecuencia olvido y tengo
que esforzarme para que regrese a mi mente: no, es inútil, hoy me parece que lo
he perdido por completo; la que, apenas se vio libre de la férula de su
hermano, empezó a rogarme que denunciara —sí, denunciara— los magros pagos que
recibían los artistas por su labor en la Orquesta Sinfónica de Arequipa —su
hijo, un conocido barítono del medio, era el desfavorecido—, o por pertenecer
al coro que trabajaba con ésta, que apenas si les pagaban, y que si El Búho se
ponía manos a la obra, el bolsillo de su hijo volvería a acostumbrarse a
aquellos billetes esquivos, casi olvidados.
Igual la mamá de Tony hablaba de dinero, lo solicitaba.
Sociedad en busca de dinero, desde todos los estratos sociales, pensé sin
molestarme. Felizmente ya estaba por terminar el encuentro con el precoz
ajedrecista. La nota sería publicada —por estos atrasos inevitables que
conlleva un semanario: las inactuales se cierran los jueves, pero se publican
casi una semana después— apenas un día antes del vencimiento del plazo límite
para el viaje a Lima, y alcanzar al Campeonato Mundial, que ya se hallaba casi
sobre la marcha, y al que por suerte, según publicaron otros medios días
después, Anthony Gonzáles Borda pudo asistir. Por poco y todo el contexto del
artículo (el ángulo de éste apuntaba a la sensibilidad deportiva de las
autoridades pertinentes del caso) quedaba fuera y hubiera, sin querer, dejado
no muy bien parado al periódico por un argumento de incongruencia temporal.
Muchas veces las inactuales, no lo llegan a ser tanto. Y es preciso estar más
al pendiente de lo que va a ocurrir al momento de publicarse las informaciones.
Antes de retirarme llegué a conversar unos cinco minutos con Tony, lejos de su
mamá, que se quedó por segundos en el estar del costado, pero mis intentos por
extraer alguna frase valiosa fueron en vano, tuve que irme nomás y redactar lo
que a la postre apareció publicado.
Al día siguiente, un viernes de hecho, corregía la
ortografía de las notas de mis, me atreveré a decir colegas (previo título de
por medio), buscando cuál sería mi próxima faena periodística. Hasta el martes
de reunión siguiente no había «víctima» que entrevistar. Ya se habían ido todos
y sólo quedaba Mabel en la oficina. ¿Nos olvidamos de la Galería?, se acordó.
¿Y ahora? Por suerte había en uno de los periódicos que atracan en el
semanario, una nota informativa acerca de un joven tenista, que ni llegaba a la
pubertad, y que estaba pasando una muy buena racha, e iría a un campeonato
sudamericano dentro de poco. Yo antes le había comentado a Mabel, en tono
quejumbroso, que de tres entrevistados, dos no eran entrevistables. Más de la
mitad de los que me tocaron me hicieron sentir todo menos practicante de
comunicación, especializado en periodismo; sino arqueólogo de campo, escarbando
farallones con tal de lograr algún hallazgo cultural; minero picapedrero, a ver
si conseguía una piedra preciosa, luego de cincelar hasta el cansancio con el
pico; prestidigitador abatido, haciendo malabares verbales con las palabras a
fin de convertir balbuceos en articuladas frases coloquiales, que simulen
respuestas. Obvio que exagero, pero al parecer se vislumbraba un nuevo y arduo
camino por delante. Y en esta ocasión, me tocaría otro niño, qué se le podía
hacer. Una decepción se cernía sobre mi nublado porvenir, acaso la piedra en el
zapato que atrasa el caminar o tal vez la latosa picazón del brazo aguijoneado
que nos escuece a todas horas y nos hace fruncir el entrecejo. La misma cara de
desazón creo que rondó en los rostros de todos los varones de El Búho cuando,
de la noche a la mañana, nos enteramos que Miriam Paredes, la bella
coordinadora del semanario, se había casado: un firme motivo que restaba ánimos
a la hora de asistir a la oficina, luego de unas cortas vacaciones, que, por
esta vital noticia, parecieron años. Para el momento de la designación del
joven tenista para la Galería, Napo —es decir José Luis Márquez, pero en el
semanario, más conocido como Napo, entiendo, el apócope de su tercer nombre—,
uno de los reporteros que entró a hacer prácticas como yo ahora, pero que se
quedó merced a su dedicación y trabajo, de regreso por ahí, resaltó la
coincidencia: Parece que has vuelto sólo para entrevistar niños. Lo dijo sin
ganas de incomodar, por supuesto, pero vaya que se habían marcado hoy las
diferencias, de las «celebridades» del mundo de la cultura y del arte, que
merodearon por Arequipa hace pocos años, pasar a las jóvenes promesas (o en
otros casos, mortecinas) que hoy me tocaban, había un ostensible cambio, que al
menos llamaba la atención.